¿Cómo rescatar a un escritor? El caso de Rafael Bernal

La literatura, nos dicen los clasicistas, está en crisis: las jóvenes generaciones ya no leen a los autores que, según ellos, son imprescindibles; y, cuando los leen, los reducen a temas ideológicos, feministas, poscoloniales, postmodernos, extienden la lectura a otros ámbitos que ya no tienen que ver con la literatura misma, sino con otros fenómenos extra literarios. Sin embargo, lo que este tipo de lectores denuncian no es en realidad la destrucción de la literatura sino de su institucionalización, la forma de entenderla como un acontecimiento estilístico, formalista y canónico. Pongo un ejemplo: Elena Garro abre nuevas formas de entender la literatura mexicana del siglo XX porque su obra, ahora en manos de lectores jóvenes y académicos con perspectivas menos puristas, mina, hasta cierto punto, la figura de Octavio Paz como patrono cultural (“jefe espiritual” lo llamó su crítico de cabecera, Christopher Domínguez Michael), como “hombre” de letras, militante político e incluso como poeta. Pero no sólo Garro, también podría decirse lo mismo de Jorge Ibargüengoitia, Ulises Carrión y Rafael Bernal, quienes perfilan las ambiciones creativas de muchos escritores jóvenes hoy en día.

Rafael Bernal es un caso muy peculiar: a diferencia de los anteriores, permaneció en las sombras durante varias décadas. Creó su obra desde un anonimato que no resulta chocante, porque no fue un anonimato maldito ni mucho menos romántico, sino vivencial; no se inmiscuyó, por azares, en la vida literaria del país. Vivió, viajó, vio y luego escribió. Luego, nos legó una obra que apenas se hace legible. Odiando las comparaciones, diría que Bernal es nuestro George Orwell por dos motivos: uno, nos legó la imagen de un país devastado por el remedo de modernidad posrevolucionario; y dos, al igual que el escritor británico en sus últimos años, a Bernal lo ensombrece una inclinación política difícil de redimir.

A medida que se descubre, varias preguntas surgen, entre ellas la más común: ¿cómo pudimos haber ignorado a Rafael Bernal por tanto tiempo? Adorno, refriéndose a la música de Schoenberg, dijo que cuando una obra es ilegible no se debe a que ésta haya fracasado, sino que es la historia la que ha fracasado para la obra, porque la niega o la ignora. En este sentido, Bernal posa preguntas que la historia no estaba preparada para responder. Por ejemplo, El complot mongol refleja un México que Rulfo, Fuentes o cualquier otro autor ahora institucionalizado fueron incapaces de percibir. Más que ser precursor o inventor de la novela negra mexicana, Bernal lo que fundó es una nueva forma de entender —y narrar— la realidad nacional: el complot, las conspiraciones dentro de la historia oficial, las ejecuciones extrajudiciales perpetradas bajo la sombra de políticos corruptos, la ciudad de México como un lugar sórdido, húmedo y anónimo, la justicia como una entelequia y no como un proceso asequible, la psicología del asesino a sueldo, antecedente inmediato del sicario contemporáneo, como un hombre banal tal como lo definió Hannah Arendt: un hombre mutilado de juicio ético, casi modelo del ciudadano medio de hoy, que ha normalizado la maldad con total impudicia porque así se lo demanda el régimen político para el que trabaja. El caso alemán que estudió Arendt fue el teniente nazi Otto Adolf Eichman, encargado de llevar a cabo la “solución final”, y el caso de Bernal, su personaje Filiberto García, antiguo general villista que hace el trabajo sucio de políticos de alto nivel.

Por otro lado, Su nombre era Muerte, la segunda novela de más repercusión de Bernal, y en la cual quiero concentrarme, parte de una premisa muy diferente. Aunque no comparte características del género tal y como se presentaba en la época —señala Chimal en el prólogo de la edición más reciente bajo el sello de JUS—, es considerada una obra precursora de la ciencia ficción mexicana. Es la historia de un hombre que quiere usurpar el puesto de Dios y, en el intento, como en toda fábula clásica, fracasar. Debe gobernar la muerte, decidir quién y cómo muere. Para ello, necesita aprender el lenguaje del animal más peligroso del planeta: el mosquito. El protagonista de Su nombre era Muerte es un desahuciado que en su vida antes de la selva era un “borrachín” perdedor, sufre constantes crisis internas y tiene una personalidad inestable. No tiene nombre más allá del título: los lacandones del río Usumacinta, donde se instala para huir del mundo, lo llaman Tecolote sabio, Balam bueno o Kukulcán, nombres divinos una vez que descubren que de alguna manera es capaz de comunicarse con los dípteros.

Lejos de presentar a un héroe existencial por su decadencia, el personaje de Bernal es un hombre ordinario que, de pronto, al aliarse con los mosquitos para llevar a cabo su venganza contra la humanidad, se ve atrapado en una conspiración milenaria orquestada por los mosquitos: organizados en una jerarquía de Consejos que a su vez dependen de un Consejo Superior, los mosquitos funcionan como un tipo de partido político kafkeano con visiones fascistas no sólo destinadas para los humanos, sino para los de su misma especie. Un día, los delirios megalómanos del protagonista se ven amenazados por un grupo de exploradores alemanes que llegan para estudiar la tribu lacandona, entre ellos una mujer de la cual se enamora e intenta proteger tanto de su rival de amores como de los mosquitos, que lo han traicionado. En esencia, un argumento que Bernal también ensaya en El complot mongol: un hombre enamorado, una conspiración y una mujer a la cual proteger. Y aun otra similitud: Su nombre era Muerte igualmente posa cuestiones que eran casi difíciles de imaginar en la época que se publicó, pero que ahora dominan toda discusión intelectual o científica relevante: la extinción masiva de las especies, el cambio climático, las epidemias transmitidas por los dípteros (Zika), la sobre explotación de los recursos naturales y, por supuesto, la desigualdad con la que golpean todos estos problemas a las poblaciones más vulnerables del planeta. Su nombre era Muerte, con lo enigmático y trágico de su título, es un grito primitivo cuyo eco resuena en casi todos los aspectos de nuestra vida moderna.

Bernal vislumbró todo esto cuando se mudó a Chiapas para probar suerte en la industria platanera. La crudeza de la selva, la explotación de los indígenas locales y el fracaso de su empresa debieron haberlo marcado profundamente. Su experiencia le inspiró, además de Su nombre era Muerte, los cuentos de Trópico de 1946 —también rescatado por JUS recientemente—. Estos cuentos son magníficos, pero nada extraordinarios para su época por sonar un tanto tremendistas, con fuertes tonos quirogianos y ecos de la novela de la selva. Trópico presenta la jungla chiapaneca como un lugar indómito y cruel que hace del humano una bestia en busca de la supervivencia y la esperanza. Asimismo, hay otro aspecto biográfico de Su nombre era Muerte que lo convierte en un libro preocupante, ahora que partidos con tintes fascistas ganan elecciones en el mundo: Bernal hace una fuerte crítica del sinarquismo, movimiento del que fue militante, más o menos en el mismo tono con que Orwell abordó el estalinismo en Rebelión en la granja, publicadas ambas obras con apenas dos años de diferencia, pero tal vez —wishful thinking— escritas al mismo tiempo.

La obra de Bernal, me parece, va más allá de las polémicas a las que nos tiene acostumbrados la crítica mexicana tan ensimismada en aspectos meramente literarios. Su nombre era Muerte vibra en las manos porque nos habla de lo que la ciencia ha comprobado una y otra vez: no somos la única forma de conciencia que habita la tierra. Los animales tienen una biografía, una identidad y una personalidad. Matar a uno, por razones alimenticias o lúdicas, es matar a un individuo perteneciente a una colectividad que también, aunque cueste creerlo, se ha demostrado que es capaz de sentir duelo por la pérdida de un miembro de su comunidad. En Su nombre era Muerte, Bernal lo representa con Sol Bueno, adversario del protagonista, un mosquito que muere y luego es reemplazado por otro al día siguiente para así seguir preservando su individualidad; su oficio, por pertenecer a la “rama de los lógicos”, es saberlo todo y sacar conclusiones, además de convertirse en un verdadero dolor de cabeza para el héroe anónimo.

Escoger al mosquito como principal protagonista no es una coincidencia. Ninguna otra especie ha sido tan mortal y ha moldeado la historia occidental, especialmente en América, como el mosquito. Para historiadores como Alfred Crosby, autor de The Columbian Exchange: Biological and Cultural Consequences of 1492 —libro precursor de esa nueva disciplina llamada ecohistoria que estudia el impacto y la infuencia de fenómenos naturales en el desarrollo de ciertos eventos políticos y sociales— el mosquito fue una —de muchas— de las causas del comercio atlántico de esclavos en los siglos de liberalismo clásico, del XVII al XIX: atemorizados por las pandemias de malaria y fiebre amarilla, los colonizadores europeos vieron en los africanos una herramienta desechable para trabajar las nuevas tierras americanas, donde las pandemias de malaria cobraron miles de vidas. Desde los estados orientales mexicanos, pasando por todo Centroamérica, Colombia, Venezuela hasta llegar a las colonias inglesas, donde la extracción y explotación de recursos naturales fue implacable, el mosquito anófeles fue uno de los agentes determinantes en la formación social y política de toda la región. Pero, seguramente Bernal ya presentía todo esto siendo él mismo un fanático de este tipo de narrativas, como lo demostró en los libros: México en Filipinas: estudio de una transculturación, o el monumental El gran océano.

Hace unos meses, algunos lectores y escritores en Facebook discutimos —en la medida que esa plataforma lo hace posible— el poco interés de los escritores latinoamericanos, sobre todo mexicanos, por estos temas tan urgentes. No hay un corpus en México, argüía uno de ellos, con una postura crítica sobre la debacle ecológica y climática que se nos avecina. Aunque su comentario es acertado, respondí que el problema tal vez sea no de creación sino de lectura; es decir, en lugar de culpar al escritor, hay que compartir la responsabilidad: no legar en una sola persona el compromiso, sino también convertirnos en lectores comprometidos. Tenemos mucho material: la literatura latinoamericana puede interpretarse como uno de los grandes testimonios de la devastación planetaria acelerada por el capitalismo y la revolución industrial. La explotación estructural tanto de humanos, animales y naturaleza ha sido narrada por nuestros escritores, tal vez no desde una postura abierta y clara, pero sí intuitiva.

Recuperar a Rafael Bernal desde esta perspectiva sería maravilloso; leer a Rulfo bajo un lente ecológico que ya no sea el gastado discurso de “genio”, “el más grande novelista de México”, etcétera, puede ayudar a que jóvenes lectores se interesen en la literatura desde otra perspectiva que no sea la institucional y pedagógica; y leer a contemporáneas como Guadalupe Nettel o Daniela Tarazona, en cuyas obras resuenan la ecología y la biología, con conceptos no sólo estilísticos, ayudaría mucho a poner el tema sobre la mesa. A nosotros, lectores irresponsables, nos toca interpretar esas obras para formular un discurso público que ayude a comprender y proponer acciones necesarias para nuestro tiempo. Las obras literarias no sobreviven por medio de patronatos, de homenajes o monumentos, ni mucho menos se limita al mito privado de la lectura del placer; sobreviven en la medida en que el lector compone y critica su realidad en las páginas de libros que en su momento pasaron inadvertidos. El canon es un cadáver; dejemos que los críticos, como moscas, lo asedien. Nosotros leamos libre y responsablemente: Rafael Bernal es un buen comienzo.

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