Dos viajes
Estoy en el sur de Florida, en una ciudad de la cual no vale la pena acordarse. Estoy en una zona de transición. En un viaje en espera de otro viaje que, a estas alturas, enredado en trámites burocráticos y aduanales, temo que se convierta en una estancia intemporal. Metido en este paréntesis, leí dos libros de viajes de dos escritores completamente distintos, separados por épocas, ideologías y territorios, pero que a pesar de eso convergen, junto conmigo, en la traslación. Mi descubrimiento de América, de Mayakovski, y También Berlín se olvida, de Fabio Morábito. Dos libros de viajes: uno de ida, otro de vuelta. Dos libros que demuestran que, afortunadamente, la fauna editorial mexicana se va diversificando poco a poco para dar entrada a otras escrituras menos convencionales.
Berlin State of Mind
Henry Miller dijo que el proceso de escritura de un libro siempre se está fraguando otro, un libro por venir compuesto de retazos y desechos del que nos ocupa, de curiosidades e inquietudes que se desdeñan y de sucesos que acontecen en la vida diaria en la medida que continuamos escribiendo. Así es el origen de También Berlín se olvida. Morábito se encontraba en aquella ciudad gracias a una beca que le permitió concluir un libro de cuentos que no había podido sortear —el cual, calculando las fechas, podría tratarse de Grieta de fatiga, uno de sus mejores libros—, y ese impasse creativo, poblado de caminatas y decepciones, se convirtió en el material narrativo de También Berlín se olvida, el cual ha sido reeditado felizmente por Sexto Piso.
Más que una bitácora de viaje en la que se da cuenta de las minucias de un lugar, Morábito renuncia a la etnología; no se trata de un viaje hacia fuera, sino hacia dentro. Berlín es la ciudad del simulacro: un estado mental, no una zona geográfica. Es la voz de un testigo y no un turista: se enfoca en las cosas que le despiertan una curiosidad o un desconcierto —“Qué raros son los alemanes”— y, en vez de describir, Morábito (se) pregunta. Pero no explica, al contrario, supone, ficciona e inventa. Hace lo contrario del turista: se apropia de la ciudad, la hace suya interiorizándola desde una particular perspectiva que a veces raya en lo absurdo y otras en lo jovial.
De esta manera, en lugar de dar crédito del comportamiento de dos prostitutas, de los clientes de un café o de los pasajeros del S-Bhan, el metro aéreo berlinés, Morábito prefiere inventar su vida y sus acciones de acuerdo a su propio desconcierto y los convierte en actores de escenas cuyo eje es lo irreal. Incluso el Muro de Berlín, un tema del cual se sentía comprometido e intimidado a tratar, es un tumor imaginario en la mentalidad de los berlineses que, no obstante, dada su naturaleza fantasmal y transparente, determina su comportamiento y su forma de andar y cohabitar la ciudad. “Porque”, dice Morábito, “es relativamente dejar de ver algo que existe. Lo difícil es dejar de ver algo que ha desaparecido. La desaparición pesa. La cosa ausente se torna más concreta cuando no la vemos”.
Ese tono inquisitivo creo que es la cualidad de su prosa moderada —por no decir ordenada—: Morábito apunta hacia la revelación, hacia la densidad de una imagen o un aforismo que cierran cada párrafo de su obra. Nos obliga a volver a atrás, releer y disfrutar la forma en que, sin notarlo, Morábito nos ha halagado. Es un escritor de la miniatura —no minimalista—. También Berlín se olvida está compuesto, en este sentido, de postales y de cápsulas narrativas más que de capítulos o de entradas de diario. Cada capítulo es la impresión de un estado de ánimo, de una curiosidad, de un desconcierto que intenta comprender a través de la misma escritura.
Lo que llama más mi atención es el desapego que Morábito experimenta en la ciudad. Cierta decepción que lo obliga a escarbar en sí mismo y a esforzarse para hacer más interesante lo que ve. Por eso recurre a la invención. No hay río, no hay muro, los alemanes son raros, nadie se ve a la cara y la lengua es de concreto, sin grietas que lo ayuden a dominarla —“Tal vez mi divorcio del alemán había empezado desde que llegué a Berlín”—. La ciudad se configura como un espacio y no un lugar, según la definición del geógrafo y filósofo Yi-Fu Tuan en Space and Place: The Perspective of Experience: “Un lugar es seguridad; un espacio es libertad: vivimos en uno y añoramos el otro”. El lugar es nuestra casa, nuestra calle y ciudad; el espacio es el resto del mundo, la aventura, ese lugar ideal en el que soñamos estar pero que no nos pertenece. Uno es real, el otro imaginario. Berlín en el libro de Morábito es, por esta razón, la invención de un sujeto que intenta convertirla en un lugar habitable y sólo logra hacerlo interiorizándolo a través de la literatura, el lenguaje que es por antonomasia el lenguaje del desamparo: “la lengua literaria es una lengua extranjera, la más extranjera de todas, la más inasible de todas, porque no tiene referentes fijos ni verdades estables. Cuando creemos que la dominamos es cuando menos la aprehendemos. En otras palabras, no se puede escribir sin una dosis de inexperiencia, de desamparo y de niñez; sin una necesidad oculta de perdón”. En el lenguaje de Morábito, Berlín no es un lugar o referente, sino el espacio donde acontece la posibilidad de la escritura como una forma de habitar un lugar.
Mayakovski en América
Mayakovski utilizó otra brújula muy distinta a la de Morábito, aunque coinciden en un objetivo, que es completar una tarea. El propósito del poeta futurista no era terminar propiamente un libro, como el caso de Fabio, sino escribir una bitácora de viaje, un reporte de su visita a los Estados Unidos. Esta es la versión más conocida: Mayakovski, después de luchar con la burocracia soviética para que aprobaran su viaje al extranjero, parte con el propósito de entrar en contacto con el proletariado estadounidense y así generar puentes con el partido soviético. Sin embargo, esta es realmente el trasfondo. Mayakovski, relata Bengt Jangfelt en la biografía más completa del poeta, toma como pretexto el viaje para distraerse de la reciente ruptura amorosa con Lilia Brik, la esposa de su amigo Ossip Brik, uno de los críticos y editores más famosos de la época. Dice José Manuel Prieto, en el prólogo a la edición de Mi descubrimiento de América, que formaban un trío muy peculiar porque su ménage à trois era de orden público e “incluso puede haber servido de inspiración a una temprana obra teatral de Mijail Bulgakov, El apartamento de Zoya, pieza satírica de 1925”. Con una estatura de casi dos metros, un rostro bien parecido mas impertérrito y con una visión política determinante, Mayakovski en realidad tenía, como lo demuestran sus cartas, una sensibilidad tierna y romántica cuando se trataba de Lilia. De esta manera, el viaje a América le sirvió como un paliativo y una buena oportunidad para conocer el continente que había imaginado en las páginas de Fenimore Cooper y Mayne-Red.
En 1925 pocos países en el mundo reconocían al gobierno soviético y en América México era el único que lo hacía, por lo que varios migrantes rusos, en su mayoría judíos, seguían la ruta que los migrantes latinoamericanos aún utilizan hoy: ir de norte a sur, de México a Estados Unidos. Así, a Mayakovski México le pareció el camino más obvio para llegar a Nueva York, su último destino. No obstante, no le hubiera sido posible sin la ayuda de un “agente de viajes” muy singular radicado en París en ese tiempo, donde el futurista hizo una escala: Alfonso Reyes. Fue gracias a él que Mayakovski, sin hablar una palabra de español ni inglés y con un francés rudimentario, desembarcó en el puerto de Veracruz —no sin antes hacer una parada en La Habana— el 8 de julio de 1925. Inmediatamente después, compró un boleto directo a la Ciudad de México, donde lo recibió Diego Rivera. Su recibimiento en el México del renacimiento cultural postrevolucionario, cuenta William Richardson en un artículo donde detalla las actividades de Mayakovski en México, fue optimista: dio entrevistas para los periódicos Excelsior y El Universal Ilustrado, asistió a reuniones con trabajadores, líderes sindicales y comunistas de distintos estados del país y varios de sus poemas fueron traducidos apresuradamente para publicarse en los tabloides culturales de la época como Revista de Revistas y Antorchas.
En Mi descubrimiento de América la mirada de Mayakovski es, más que antropológica, antropofágica: abarca todo, desde los mínimos detalles de la política, la corrupción del ejército mexicano, la literatura, las corridas de toros —que aborrece por la violencia injustificada—, el teatro, la arquitectura, los olores de las calles, los colores de las ropas, la violencia urbana, los indígenas, la cursilería mexicana presente incluso en los momentos más terribles, como cuando un general debe asesinar a otro colega y amigo suyo con lágrimas en los ojos pero con un café de por medio, por cortesía. En apenas 30 páginas, da un panorama de la vida nacional, mas no se deja seducir por el exotismo de la novedad como sí lo hicieron muchos otros artistas estadounidenses y franceses radicados en el país en la década de 1920. “Hay productos exóticos en las tiendas”, dice, “pero son para los tontos, para los de afuera que van comprando recuerdos, para las estadounidenses enjutas”. Su perspectiva, por el contrario, es sociológica, inquisitiva y crítica. México se presenta como una sociedad de causas y efectos, de políticas y colonialismo, de contrastes sociales y de contradicciones culturales.
El principal problema de México para Mayakovski no son los mexicanos en sí: “El país más rico del mundo ya ha sido reducido por el imperialismo estadounidense a raciones de hambre”. Páginas más adelante: “La excentricidad de la política mexicana y sus rasgos insólitos a primera vista se explican por el hecho de que sus raíces se encuentran no sólo en la economía de México, sino también en las expectativas y los anhelos de los Estados Unidos, y principalmente en ellos”. Estados Unidos, en la segunda parte del libro, aparece como el gigante de la tecnología y la modernidad, pero con una dirección errada. No es que Mayakovski desconfiara de la tecnología y las máquinas; siendo un poeta vanguardista, futurista y comunista, creía que esas herramientas serían el motor de la nueva sociedad y que, en lugar de servir al capitalismo como en Estados Unidos, liberarían al ser humano de la explotación: “no celebrar la tecnología, sino domarla en nombre de los intereses de la humanidad”.
Su contacto con la clase obrera en ese país fue más cercano que en México, donde sólo obtuvo conocimiento de ella por medio de los líderes sindicales. Describe su rutina laboral, sus horarios de comida, los entrevista e incluso se preocupa por la vida sexual de los obreros: “Detroit tiene el récord de divorcios. El sistema de Ford hace impotentes a los trabajadores”. Nueva York se le dibuja como una ciudad electrizante donde las contradicciones de la sociedad capitalista afloran en las calles, mientras que Chicago y Detroit, las dos potencias industriales de la época, son las ciudades que más le interesan debido a la masiva concentración de obreros. Son ciudades que no ocultan sus estructuras de hierro, sino que ofrecen a la vista de los paseantes los esqueletos metálicos de la misma forma que un museo exhibe obras de arte. La sociedad angloparlante es retratada como hipócrita, hundida en una doble moral —es la época de la prohibición del alcohol— que no escatima juicios morales y se desborda por el dinero: “¿Son tacaños? No. El país que gasta más de un millón de dólares al año, se merece otro epítetos. Dios es el dólar, el dólar es el Padre, el dólar es el Espíritu Santo”.
Pero, me equivocaría si dijera que Mi descubrimiento de América se trata de una fría crónica de viaje llena de juicios políticos y morales para satisfacer al público soviético. La prosa de Mayakovski tiene la pulsión de su poesía y de vez en cuando amengua sus opiniones sociológicas con un lirismo rampante. Dos ejemplos: “Un aguacero denso espumó el océano blanco, trazó rayas blancas en el cielo”; “En una noche azul, de ultramar, los cuerpos negros de las palmeras parecían artistas bohemios de melenas largas”.
La visita de Mayakovski fue breve, duró sólo tres meses, pero a pesar de ello dejó una huella muy grande en su persona y su obra. Tanto que en 1991, con la caída del a Unión Soviética, se descubrió que en esos meses americanos mantuvo un romance con la modelo, traductora y emigrada rusa Elli Jones, quien fungió de inseparable guía y traductora durante su estancia en Estados Unidos, y a quien nunca menciona en sus memorias. Del producto de esa relación nació Yelena Vladimirovna Mayakovskaya en junio de 1926. Yelena, por razones de seguridad, vivió toda su vida con el pseudónimo, aunque legal, de Patricia J. Thompson, e incluso hizo una carrera intelectual como profesora de literatura y escritora bajo ese nombre. Solamente hubo un encuentro entre Mayakovski y su hija en 1928 en Niza, dos años antes de su suicidio.