La diversidad del ensayo: una variación de lo mismo
El año pasado reseñé tres libros ganadores de premios nacionales de literatura joven de diferentes géneros —cuento, ensayo y crónica— y en esa reseña me propuse más o menos hacer un diagnóstico de la tendencia literaria favorecida por los jurados de los premios convocados por el Estado. Mi conclusión fue que los criterios se han abierto a nuevas maneras de experimentación aun y cuando sigamos apegados a la pereza de los géneros por cuestiones formales y burocráticas. Ahora me propongo un ejercicio similar, pero más acotado: tres ensayos publicados el año pasado que no ganaron ningún premio: La pulga de Satán de Mariana Orantes, Cuaderno de faros de Jazmina Barrera y Dafen: dientes falsos de Pierre Herrera. Hay algunas similitudes en el tríptico: los libros de Barrera y Herrera no ganaron premios, mas sí son productos del mismo aparato cultural del país, es decir, fueron escritos dentro de la Fundación para las Letras Mexicanas. Son libros favorecidos por un régimen estético que se distingue por la fragmentación, la variedad temática y el uso de un lenguaje holgado, informal en la exigencia bibliográfica y apegado a un experimentalismo que criticaré más abajo. Mariana Orantes no escribió su libro en la Fundación, pero sí ha pasado por sus aulas y su ensayo comparte también algunas de aquellas características.
Los tres libros no tienen nada en común; son propuestas alejadas unas de otras y no se cruzan lecturas compartidas, aunque sin mucho esfuerzo se ve la recreación de formas y temas ya muy abaratados —por repetidos— de pensadores como Hannah Arendt, Walter Benjamin y Paul Valéry. Parece que las fuentes se van repitiendo una y otra vez y los escritores contemporáneos, odiosos de la cita bibliográfica, pero contradictoriamente amantes de la intertextualidad, la copia y la apropiación, siguen bebiendo de las ideas propuestas por aquellos y otros pensadores del siglo XX.
Un cuaderno de la melancolía
Paul Valéry comenzó a escribir sus cuadernos cuando tenía veintiún años, una noche de 1892. Se encontraba hospedado en un hotel de Génova solo, desolado por una crisis sentimental y nerviosa causada por el recuerdo persistente de una mujer llamada Madame de Rovira, a quien había conocido en Montpellier, ciudad en la que había estudiado. Esa noche tuvo una epifanía: el desencanto y la desesperación del momento lo llevaron a renunciar a toda ambición literaria, a desconfiar de la pasión y negar lo irracional. Años más tarde, dejó de publicar poemas y se mantuvo en silencio por largos veinte años. Se propuso, en lugar de perseguir imágenes imposibles, conquistar lo que llamó la vie de l’esprit, una obra totalmente cerebral, podada de todo ornamento emocional. La experimentación tanto existencial como literaria duraría cincuenta años y produciría poco más de doscientos sesenta cuadernos que, al momento de su publicación en la década de 1950, ya eran un género: el cahier. Más tarde, otros cuadernos de escritores se convertirían en clásicos, como los de André Gide o Albert Camus, por citar un par.
Desde entonces, el cuaderno, como una especie de escritura bastarda, linda en los límites del diario y la bitácora de viajes. Es una escritura espuria que registra, narra, contabiliza, borra y tacha. Su lectura es difícil porque es una lectura del ocio o de la especialidad, de la curiosidad o la exhaustividad; no hay términos medios porque su escritura se agosta en sí misma. Ante un cuaderno, uno se aburre o se fascina por la minuciosidad de quien lo escribió y, por momentos, termina cuestionándose el porqué de la lectura o incluso la publicación del libro. Estas paradojas, aunque arbitrarias, son las que agotan el Cuaderno de farosde Jazmina Barrera, su segundo libro de ensayos después de Cuerpo extraño (2013). Pero, a diferencia de Valéry, el cuaderno de Barrera no rechaza el romanticismo sino que lo abraza: el faro, el mar, las caminatas en la playa, la brisa gélida, la soledad marina. Aquello a lo que renunció Valéry se convierte en una obsesión y un coleccionismo nostálgico en el libro de Barrera.
Cuaderno de faros es lo que su título indica: una colección de capítulos, fotografías, reminiscencias y episodios biográficos en torno a faros que la autora, entre intimista y confesional, registra con un tono nublado y melancólico, por momentos patético y otros lírico: «El mar se expande hacia el horizonte, el faro apunta en dirección al cielo. El mar es movimiento perpetuo; el faro es un vigía congelado… El mar es la supremacía del líquido. El faro es la encarnación del sólido. El mar, la mar, es femenina por antonomasia biológica y mitológica. El faro es masculino hasta por parecido fonético…». Hay pasajes que se disfrutan por su sutileza narrativa y por un lenguaje templado que, a diferencia del de los románticos, no se exalta ni se lamenta; si acaso, lo que Barrera presenta en su Cuaderno es más una melancolía crónica que un sentimiento eclipsado por un desamor.
Un tanto como Valéry, Jazmina Barrera vive en habitaciones de las que sale solo para escapar del mundo: viaja a Europa, a Estados Unidos y en México en busca de faros, pero no se sale de sí misma, transita dentro de sus manías y fijaciones incesantes. Y, cuando sí, cuando asoma la nariz para explorar el lado humano de los faros, es para dar datos históricos sobre… faros. Hasta cierto punto, compara sus aventuras mínimas con la de los fareros que, apostados en esas torres ciclópeas, deben registrar las minucias que el ojo alcanza a ver, incluso cuando no hay nada que ver, en las bitácoras. Por esta razón, el Cuaderno de Barrera llega a agotarse apenas se avanzan las primeras cincuenta páginas: ¿hasta qué grado se puede apreciar la obsesión de una coleccionista? Esta pregunta, sin embargo, no la pasa por alto, porque es consciente de su obsesión: «Coleccionar, por ejemplo, faros, aporta una dirección, por más arbitraria que sea. Se vuelve entonces una manera de no sólo escapar, sino también de construir. Se puede crear mediante la huida». Coleccionar, para Barrera, es una forma de escapismo y los cuadernos son precisamente esto: la fuga de uno mismo, la narración oblicua de aquello que no queremos mirar. Pero, como dijo Walter Benjamin en ese ajado por citado ensayo sobre el coleccionismo: «¡Qué dicha la del coleccionista, la del hombre con tiempo!».
La Flâneuse
Comencé a leer La pulga de Satán de Mariana Orantes el día del temblor, el 19 de septiembre pasado. Fue difícil no mezclar las emociones que sentía al ver las imágenes devastadoras de la Ciudad de México con las que me provocaba la primera parte del segundo libro de ensayos (Huérfanos, 2015) de Orantes. Las páginas me parecían honestas, certeras, demasiado reales. De los tres ensayos, este me pareció el menos presuntuoso porque no aspira a la sofisticación de una sensación o mucho menos de una situación personal —viajes, exageraciones metafísicas, post-conceptos—, sino que, entre crónica, memoria y crítica literaria se me descubrió una ensayista de la misma manera que una persona con la que se entabla un diálogo y se encuentra una afinidad.
El título del libro lo toma del apodo de una barca que en el siglo XIX se hizo famosa tanto por su tamaño como por las cosas que cargaba —mercancías exóticas, objetos raros, personas y alimentos—. Le decían «pulga» por su tamaño y «de Satán» por su naturaleza extraordinaria, casi sobrenatural, para sortear la peligrosa vida marina de la época. El libro en cierta forma es como esa barca: una recolección de elementos ordinarios transformados en extraordinarios por la manera en que Mariana Orantes los narra. Dividido en tres partes con diferentes temáticas y tonos, La pulga de Satán tiene, ante todo, una preocupación, que es la literatura. De cada anécdota, cada paseo y cada episodio de su vida, la autora no solo ofrece una reflexión sobre la condición humana, en especial femenina, sino sobre la manera en que la literatura debe abordar problemáticas contemporáneas.
Me permito una larga cita que me pareció esclarecedora: «¿cuál es la postura que los escritores van a tomar frente a estas novedades? Hoy más que nunca la literatura es una necesidad del espíritu, debe nacer de la honestidad y como decía Chéjov: en el arte no se puede mentir. Hoy más que nunca el arte, la literatura, la poesía, los cuentos, el ensayo, deben anclar sus posturas frente al mundo cambiante de arenas movedizas; después de la guerra, después de la atrocidad, después de la muerte sin sentido, queda la urgente necesidad del espíritu». Recordando a Valéry, quien a su vez toma la idea de la vie de l’esprit de la tradición medieval que separaba la vita activa de la vita contemplativa, Orantes no distingue, como en la lengua francesa, entre espíritu y mente, entre espiritualidad y pensamiento. Su capacidad reflexiva es aguda y lúcida y sus ensayos son ejercicio armónico entre ambas posibilidades.
El primer ensayo, por ejemplo, en el que se perciben los ecos de Arendt y su teoría de la banalidad del mal, habla del peligro de la burocracia deshumanizada, y al final cómo algunos escritores sortearon su vida laboral con la ficción y la poesía. Otro ejemplo es «Memento mori», en el que repasa algunas muertes de tiranos romanos y las compara con las injusticias cometidas por políticos mexicanos; al final, dice Orantes, la literatura debe recordarles que «son hombres y como hombres deben vivir y como hombres vivirán». En «Me dicen la feminazi…» —yes, she went there— llama a los escritores a repensar la masculinidad en sus obras para cambiar paradigmas, roles que se aceptan por descontado con el argumento de la estética, como si esta fuera una expresión sin ideología, sin raza, sin sexo. Los temas de La pulga de Satán son ejemplos de cómo la literatura debe pertrecharse, en una época de aceleración y precocidad mercantil, a lo que nos resta de humanidad. Orantes, de manera honesta, logra un ensayo contemporáneo que no se pierde en los recovecos de la experimentación ni en la retórica acrobática posmoderna: nos devuelve a nuestra mera condición espiritual, la de seres pensantes; o sea, espirituales.
Esto es otro, y viceversa
Dafen: dientes falsos de Pierre Herrera es el más lúdico y experimental de los tres ensayos. Comienza con una inocente visita a un consultorio dental en el que se encuentra colgada, en la sala de espera, una copia de Los girasoles (1888) de Vincent van Gogh. Este hallazgo dispara una disquisición sobre el copyright, el concepto de autoría, la copia, la duplicación, la originalidad y una pequeña villa china llamada Dafen. Allí, dice Herrera, se mudó el empresario Huang Jiang en 1989 para fundar un taller de copiado de las obras más representativas de la pintura occidental y esto —que no lo menciona—, al coincidir con la apertura económica de China al mundo, desarrolló una industria del copiado capaz de generar decenas de galerías y talleres para copistas y discípulos de pintura que necesitaban ganarse la vida. En otras palabras, Dafen se convertiría en el lugar al que el concepto de autoría, tan encarnado en la historia del arte occidental, iría a morir. O a reescribirse.
Más que en prosa, Dafen: dientes falsos es un ensayo versado porque está compuesto como un poema: no hay un argumento lineal sino aleatorio, tampoco hay párrafos sino versos y estrofas. Su lectura, por tanto, es amena. El autor salta de un hecho a una obra, de una anécdota a una cita teórica, de un copista chino que trabaja horas reproduciendo pinturas de artistas renombrados, de sus dientes falsos a Los girasoles. Deslumbra, Herrera, por su sagacidad para escribir fluidamente una idea que se disemina, que desaparece para volver más tarde en otra página. Su tesis, que resumo tal vez de forma injusta, no es tan original porque radica en lo mismo que se ha repetido —reproducido— desde aquel famoso ensayo de Benjamin: la autoría y la originalidad son conceptos culturales no inherentes a la obra ni al autor, sino constructos culturales que en algunas épocas o civilizaciones es, a veces más, otras veces menos, valorado, incluso inexistente.
Pero, lejos de ser un fracaso, sospecho que se trata más de una tendencia del pensamiento contemporáneo y su obsesión por decir lo mismo, pero de otra manera: nada es nuevo, excepto la forma de aseverarlo. Y de hecho, muchas veces, Herrera no dice algo en absoluto: su seductor estilo, como en casi todas las disquisiciones ansiosas de hipermodernidad y vanguardismo, hace uso de esa retórica que reza así: «esto es otro, pero este otro nunca existió». Este mecanismo retórico, en lugar de cuestionar los conceptos, los socava; en lugar de reflexionar, mina el proceso mismo del pensamiento. Lo cual no está mal como artificio artístico, pero sitúa al autor en una indeterminación cómoda, un nihilismo estético que lo exonera, por un lado, de tomar una postura o un partido, porque todo es deconstrucción, simulacro, copia; y por otro lado, lo exonera de escarbar en las condiciones político-económicas para posicionarse en la superficialidad de lo político-cultural —característica que recriminé al ensayo del año pasado—.
Al menos a esto quiero achacar las equivocaciones a las que incurre el autor: Dafen no es una villa, es un suburbio dentro de Zhenzhen, la cual no es una provincia sino una ciudad —o prefectura— en la próspera provincia de Guangdong; y su riqueza no proviene, como sugiere Herrera, del mercado de arte falsificado, sino de las políticas económicas que Deng Xiaoping —líder del Partido Comunista— implementó a finales de la década de 1970 para desarrollar esa zona como libre mercado. Zhenzhen, contraparte china de Sillicon Valley, produce un gran porcentaje de los aparatos electrónicos que consumimos en Occidente, es casa de grandes firmas tecnológicas que patentan más que ninguna otra compañía europea o estadounidense y es ahí donde Apple manufactura la mayoría de sus productos —y donde son pirateados—. Zhenzhen es el lugar en el que el capital y las mercancías —incluyendo el arte— se fabrican, se reproducen y se copian. Toda su economía es un raro híbrido de libre mercado y comunismo: las compañías tecnológicas, en lugar reforzar las leyes del copyright, comparten, trafican y copian, lo que genera un ecosistema que permite la mutación o evolución de los productos electrónicos imposible de ocurrir en otros mercados.
Dentro de este contexto, es difícil estar de acuerdo con Herrera cuando dice que «el pintor más prolífico de la historia es un copista» de Dafen; no, no es artista, es un obrero—¿el artista también lo ha sido?— que, como bien dice el autor contradiciéndose a sí mismo como mecanismo retórico, lucha para llegar a fin de mes. Es decir, el interesante fenómeno del que habla Herrera en realidad es inherente al capitalismo y al arte dentro del capitalismo, no se trata necesariamente de una característica inherente al arte mismo: el primero ha reducido a éste a la economía del copyright, del mercado, la desigualdad y la reproducción industrial —que, por cierto, Benjamin romantizó como una posibilidad de propagar la revolución, pero que su amigo Theodor W. Adorno vio desde la perspectiva que yo señalo—. En suma, Dafen: dientes falsos es un libro que escapa inteligentemente a la categorización porque coloca al lector en la incertidumbre de la argumentación: no es bueno, pero tampoco es malo, sino todo lo contrario.