Risas, narcos y utopía: entendiendo a la nueva izquierda mexicana
Este año he decidido dar un giro al ejercicio que he venido practicando desde el 2016. En lugar de enfocarme en tres obras literarias publicadas en el año corriente, me parece urgente abrir el abanico hacia otros discursos que ofrecen un mejor panorama de la realidad actual. Ahora, decidí escoger —aunque arbitraria y limitadamente— ensayos políticos que aportan ideas para la comprensión de la pujante y atribulada transformación —para bien y para mal, según se vea— que estamos a punto de inaugurar en México bajo un gobierno de izquierda. Por ello, tomé como síntoma de este momento tres libros con perspectiva de izquierda para arrojar un poco de luz sobre lo que la nueva generación de intelectuales piensa y propone en el campo de las humanidades, del periodismo y la teoría política. Y esto fue lo que encontré: nos hace falta una risa más humanista, un periodismo más teórico y una izquierda más utópica.
Risas
La estudiosa británica Mary Beard comienza su libro Laughter in Ancient Rome contando esta anécdota que le aconteció a Dion Casio, el senador e historiador romano, durante el último año de vida del emperador Cómodo —sería asesinado—. Como es sabido, Cómodo acostumbraba a ofrecer cruentos espectáculos en el Coliseo en los que se enfrentaban gladiadores contra bestias importadas de África, pero ese año decidió hacer algo diferente: él sería el protagonista de la temporada. El primer día, Cómodo mató a cien osos, mas no los enfrentaba a mano limpia, sino que los pobres animales eran sostenidos y restringidos con cadenas para que no lastimaran al Emperador y éste, ahíto de entusiasmo ante un Coliseo atiborrado, lograra sus mejores movimientos con la espada o la lanza. Un día, cuenta Dion, las víctimas fueron unos avestruces. Haciendo piruetas y exabruptos de gallardía, Cómodo decapitó a una de las aves con su espada y, dirigiéndose a la bancada del Senado, en el que se encontraba Dion, los amenazó con la espada sangrienta en una mano y el cuello del ave, flácido, sostenido en la otra, como diciendo “esto les puede pasar a ustedes”. Pero, en lugar de amedrentar a los senadores, dice Dio que causó risa: una risa burlona entre dientes, contenida, prohibida, disimulada. Lo que hace Beard en su libro, a partir de este episodio, es investigar por qué Dion y los senadores se rieron: ¿qué les causaba risa a los romanos?, ¿qué papel jugaba la risa en las relaciones de poder?, ¿era la risa algo que debía ser controlado, prohibido o permitido abiertamente?, ¿podemos entender la risa de los romanos, es decir nos podríamos reír de los mismo que ellos?, y, más aún, ¿cuando tenían miedo, reían, como le pasó a Dion y sus colegas?
Preguntas como estas surgen cuando pienso en los millones de memes que circulan en internet y que nos alivian la vida diaria. ¿Se preguntarán los humanos del futuro por la razón de nuestra risa?, ¿serán capaces de entender el meme del “viejo lesbiano”? y, más importante aún, ¿por qué, si vivimos una de las épocas más convalecientes de la humanidad —cambio climático, extinción de las especies, resurgimiento de fascismos—, reímos? El segundo libro sobre el tema de Guillermo Espinosa Estrada, Entre un caos de ruinas apenas visibles, pareciera ofrecernos una tímida respuesta. Digo tímida porque, si acaso debiera señalar una falla en este ensayo, es la falta de interés por aquellas preguntas. El autor no se atreve a realmente plantear cuál es el papel de la risa y la comedia en un contexto en el que tal vez nunca los humanos nos habíamos reído tanto, y a una velocidad acelerada, como hoy, y no sólo eso: ante una revolución ética, nuestra generación también cuestiona los motivos de la risa. Lo que Espinosa Estrada propone en este su segundo ensayo —La sonrisa de la desilusiónfue su primera tentativa— es otra cosa que, si bien no es ajena a mis interrogativas, las aborda de otra cierta manera.
Primero, narra fragmentos biográficos de los miembros de la escuela filológica alemana —entre ellos Erich Auerbach, Werner Jaeger y E. R. Curtius— y de algunos miembros de la Escuela de Frankfurt —sí, Walter Benjamin, otra vez—, una generación de estudiosos de los clásicos y la literatura que, en el contexto del fascismo nazi, escribió libros trascendentales para la crítica literaria. De entrada, se agradece que se recurra a los alemanes y no los tan sobados por la academia, como Bergson y Bajtin. A través de los miedos, obsesiones y exilios de aquellos académicos, Espinosa pareciera cuestionarse por el valor de la comedia en una época oscura. La manera en que reaccionaron ante el peligro fue recuperando el humanismo para poder sanar y unificar a una Europa que se desbordaba hacia la guerra; es decir, yendo hacia atrás, a la raíz de lo que ellos creían eran la fundación de la civilización occidental: la cultura greco-romana y la tradición literaria europea. ¿Es esto lo que propone el autor con su libro, sanear nuestra desesperanza política, económica o ecológica recuperando el pensamiento humanista?
Si sí, como me inclino a creer, el problema no es el qué, sino —como en toda propuesta política— el cómo. En este punto no es que el autor fracase en su propósito, sino que, en realidad, detrás de las biografías de los filólogos, se vislumbra la verdadera razón del ensayo, a saber, cuál es el papel de las humanidades en un mundo que se va a la mierda. Así, lo que Espinosa propone es más una arqueología de la risa que un cuestionamiento sobre ella. Pero, tampoco se trata de una arqueología histórica, y aquí yace una idea rescatable, sino permanente: las humanidades siempre nos dan respuestas, no importa qué tan trágica sea nuestra condición. Esto se resume en la cita de Jaeger, tomada de su conferencia “Filología e historia”: “Ahí afirmó”, dice Espinosa, “que las diferencias entre el historiador y el filólogo eran insalvables: ‘el primero quiere probar y explicar los hechos’, pero el segundo ‘quiere encontrar verdades eternas’”. El objetivo de la filología es “subsanar la crisis axiológica actual” y de esta manera, con esta incesante revalorización de lo humano, es que se politiza, o sea participa en los debates públicos más urgentes. Entre un caos de ruinas apenas visiblesfunciona, a partir de esto, como una indagación política sobre nuestro presente.
Espinosa conecta el contexto de los pensadores alemanes y la nuestra a través de la violencia y, en el caso de México, del feminicidio. El libro nos cuenta una historia íntima: el encuentro de una pasión intelectual que las vicisitudes de la vida y la violencia, sobre todo, interrumpieron. El narrador, enfrascado en una búsqueda bibliográfica para entender la risa en la cultura griega, rememora su amistad con una mujer enigmática llamada Camila. Se conocieron desde muy jóvenes y Camila es recordada en el relato como una persona aventurera y desafiante de las normas sociales; además, le regaló el cuaderno en el cual se supone el narrador debía escribir su primer libro. Esta historia se entrelaza con la investigación filológica —precisa, exhaustiva y amena, por lo demás— de Espinosa acerca de una estatua del dios Gelos que, según sus fuentes, el político Licurgo mandó a edificar en Esparta. Esta coincidencia, asimismo, sirve para amarrar el argumento: las duras prácticas castrenses de los espartanos, famosas y criticadas por los atenienses no concuerdan con la felicidad de Gelos. La risa, una vez más, ilumina un contexto de oscuridad. Es un paréntesis que nos distancia de la realidad no para distraernos, sino para apreciarla y criticarla. Pudiera ser que esta idea parezca insuficiente para un momento tan decadente como el nuestro, pero Entre un caos de ruinas apenas visibleses al menos bienvenido dentro de una ensayística tan enfocada en el individualismo, la confesión y la autobiografía complaciente. Su punto es volver a los clásicos y al humanismo, mas no como fuentes espirituales de confort en un mundo ajetreado y dividido en ideologías que nos arrastran al caos, sino como una motivación política para el consenso.
Narcos
El libro de Zavala me parece el más interesante por su agudeza crítica de un fenómeno que se da por entendido a través de una mitología oficialista, por un lado, y literaria y periodística, por otro. En lugar de reproducir los mismos discursos que emanan del poder estatal y que se reproducen en los narco-industria cultural, Zavala ofrece una mirada distinta del tema. No lo seducen las proezas heroicas de sicarios, no se ciega ante el brillo de sus trocas, su parafernalia chillante, ni mucho menos su música. Lo que Zavala pretende en Los carteles no existenes desmitificar toda esta inflada ficción que ha servido al Estado para reivindicarse como autoridad de una sociedad cada vez más desamparada de derechos humanos. Y es que Zavala, periodista y académico, se deslinda de las narrativas que dan cuenta de los carteles mexicanos: de la pretendida objetividad de periodistas como Diego Osorno y Anabel Hernández —este juicio me parece un tanto injusto para estos dos periodistas— para escribir sobre los inabarcables tentáculos de los carteles que corroen todo lo que tocan, llegando incluso a superar las capacidades del Estado para controlarlos, y del análisis de la representación en obras literarias como única manera de entender un fenómeno social y político dentro de la academia mexicana y anglosajona.
El método de Zavala para analizar el narcotráfico es más cercano a la teoría, por ejemplo, David Harvey y Wendy Brown, la crítica literaria de Ricardo Piglia y su idea del complot como una lucha entre Estado y literatura por imponer una ficción, y al trabajo de periodistas que, más que reportear, interpretan políticamente lo que escriben, entre ellos Luis Astorga, Dawn Paley, Mike Davis, George Monbiot y Federico Mastrogiovanni. Así, lo que el autor pone sobre la mesa no es un rompecabezas que poco va armando; lo que arma es la mesa. La materialidad que hace posible la representación, no el revés. Los cárteles, en este relato, no son grandes consorcios internacionales de la droga que han sobrepasado la autoridad del Estado en cuanto a la seguridad, la economía y la corrupción, mucho menos una fuerza paralela que pone en jaque la soberanía del Estado, sino que son un espantapájaros creado por una conspiración más compleja: el surgimiento del Estado securitario y las políticas neoliberales de despojo y de privatización de la tierra y los recursos naturales. ¿Será una coincidencia que la implementación de la reforma energética, la propagación del fracking, el auge de la minería, la privatización de mantos acuíferos y la construcción de resorts en México ocurran al mismo tiempo que la guerra contra las drogas?
Para Zavala, la guerra contra las drogas se inscribe en un proyecto geopolítico mayor datado al menos desde la famosa Operación Condor que en la década de 1970 Estados Unidos desplegó para detener la expansión del comunismo en Suramérica y que, en el caso mexicano, se materializó en la supuesta amenaza del narco en el Triángulo Dorado, localizado en la zona montañosa de los estados de Chihuahua, Sinaloa y Durango. De la misma manera que la guerra contra el terrorismo en Medio Oriente sirve al complejo económico-militar de Estados Unidos para justificar sus intervenciones constantes y así garantizar el flujo de petróleo, los carteles, según Zavala, justifican la guerra contra las drogas como un intervencionismo para garantizar el flujo de recursos naturales y de mano de obra barata. Lo que los carteles permiten es, lejos de debilitar al Estado, reforzarlo debido a que representan un enemigo constante que amenaza la seguridad nacional y así tomar medidas que, en un contexto de derecho, resultarían ilegales. El narco, en una palabra, permite un constante y necesario estado de excepción en ciudades como Ciudad Juárez o Tijuana y en comunidades rurales que son arrasadas por los supuestos carteles. El argumento que ofrece Zavala es convincente: la devastadora violencia experimentada desde el sexenio de Felipe Calderón hasta estas últimas semanas del de Peña Nieto fue la causa, no el resultado de la guerra contra las drogas; antes de esta guerra, los crímenes en Ciudad Juárez, lugar de origen del autor y que ocupa un par de capítulos debido a su importancia en la narrativa oficial y mediática como un espacio sin ley, violento y asesino, no representaban un problema como para desplegar todo el aparato militar del Estado por parte de Calderón.
Los medios de comunicación y la literatura han fracasado en ver este lado más profundo, según Zavala, y se han abocado, en el caso del periodismo, a repetir la versión oficial de la historia en lugar de replicarla, y en el caso de la literatura, a mitificarla. Por un lado, reporteros como Osorno, Hernández, Sergio González Rodríguez y Alejandro Almazán han documentado la guerra entre los carteles como un acontecimiento paralelo de una política dirigida por el Estado que se cruza con las cúpulas del poder sólo cuando los capos han ganado demasiado poder económico como para corromper generales del ejército, de la marina o jefes de policía. La literatura, por su lado, no ha hecho un mejor trabajo: autores como Elmer Mendoza, Yuri Herrera, Juan Pablo Villalobos, Orfa Alarcón, Heriberto Yépez e incluso artistas como Teresa Margolles lucran artísticamente con el tema al crear narrativas espectaculares, mitificantes y “despolitizadas” del narco. Optan por describir la vida de los narcos como sujetos literarios antes que políticos: sus lujos, sus proezas, sus armas chapadas en oro, sus amores, sus corridos, sus escapes épicos de prisiones, etc. No se han atrevido a realmente indagar en el contexto político de esta condición de la misma manera que los cinco autores más ponderados en Los cárteles no existen: Daniel Sada, Roberto Bolaño, Víctor Hugo Rascón Banda, César López Cuadras y ¿Juan Villoro?
Ellos han sabido representar a los narcos como lo que son, es decir sujetos producidos por un discurso securitario y no como capos míticos que ejercen un poder salvaje sobre su reino. Aquí es, a mi parecer, donde se presenta un problema, pues la diferencia entre este grupo de escritores y el primero estriba en una simple representación: los personajes de Sada y Bolaño, por ejemplo, o están coludidos con las autoridades que aparecen en las novelas o son simplemente víctimas de una condición que los supera. No sé hasta qué punto este argumento es sólido. Si por un lado Zavala es lúcido y agudo en su interpretación del narco, por otro lado, lee la literatura como un simple dispositivo que no corresponde con lo radical de su propuesta. Se limita a la mera representación y no, una vez más, a la materialidad que la hace posible. Además, yo no veo mucha diferencia entre los dos grupos de autores porque ambos caen en un error más grave, que es la estetización de la violencia: intentan redimir a verdugos y víctimas con la pluma mientras que las editoriales multinacionales en las que publican hacen su agosto —como cuando todo mundo elogió Black Panther por la dignidad con que representó a la comunidad negra, pero olvidaba los sueldos de hambre que Disney paga a sus empleados, la mayoría morenos y afroamericanos—; estos escritores son portavoces de temas progresistas con obras conservadoras —en cuanto a su forma—, embajadores de la desgracia en festivales de literatura y en salones de universidades europeas o estadounidenses. No es casualidad que varios de los autores que contrapone Zavala publiquen en las mismas editoriales; tampoco me parece un accidente que este libro haya sido editado por un consorcio empañado de acusaciones de fraude y de falta de pago a sus trabajadores. No estoy diciendo que Zavala y los autores que publican en ese sello sean cómplices; de hecho, espero hayan sido remunerados como debieran por su trabajo. Pero esta coincidencia que pareciera extraliteraria, o fuera del margen en el que la obra representa, en realidad es el cimiento que hace posible la obra misma. En este caso, hizo posible Los carteles no existen, libro que se antoja indispensable para la comprensión política del narco desde una perspectiva arriesgada y original.
Utopía
Hace casi dos décadas Fredic Jameson escribió esta frase derrotista: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”. Por esto, imaginar el futuro es un ejercicio revolucionario; negarlo es una prueba de ello. Al menos es lo que propone Humberto Beck en Otra modernidad es posible: imagina un futuro político en un momento en el que las izquierdas, tanto en Europa y Latinoamérica, parecen haber fracasado. No han sabido plantear una alternativa viable al proyecto neoliberal y sólo lo han contenido con un humanismo académico y con proyectos de justicia social que tarde o temprano se desvanecen, son insuficientes, o se corrompen —Brasil es la gran lección—. Su libro en este sentido es algo más que un ensayo; es un manual de uso para la imaginación política. Podría decir que Beck diseña una arquitectura del futuro a través del pensamiento de Ivan Illich, uno de los filósofos más iconoclastas de la segunda mitad de siglo xx.
Aunque no se propone realmente armar un programa político estricto, lo que Beck hace, siguiendo la teoría crítica como se concibe hoy en la academia angloparlante, es generar un programa crítico de la modernidad tal y como la concibió Illich. Nacido en la Viena ilustrada de los años veinte, educado en Europa y Estados Unidos para luego ejercer el oficio de maestro en Puerto Rico y México —en el famoso Centro Intercultural de Formación—, Illich tuvo una vida igual de interesante que su pensamiento opacado, en cierta medida, por el estrellato de la teoría francesa —por ejemplo Michel Foucault, Jacques Derrida, Giles Deleuze— y de la Escuela de Frankfurt, pero que, al igual que el reciente rescate de Karl Polanyi, ofrece otras alternativas políticas menos postmodernizadas en libros como La sociedad desencolerizada, La convivencialidad y Némesis médica. Así, lo que leemos a lo largo de Otra modernidad es posible es cómo Illich confrontó los demonios de su época a través de varios conceptos y estrategias que le permitieron fundar a la misma vez un sistema crítico y pragmático que pavimenta una salida del laberinto de la modernidad.
Para empezar, Illich mina precisamente los conceptos de la modernidad y los sustituye con otros que se alejan del discurso liberal del progreso, ese que dice que el problema de la modernidad radica en que nunca se ha logrado implementar apropiadamente, que la industrialización, la escolarización de un ejército de profesionistas y la liberación de la economía han sido proyectos inacabados debido a los constantes obstáculos estatales o sociales, y que por tal razón la desigualdad y demás problemas que enfrentamos se deben a estos últimos y no a la modernidad misma; es decir, para Illich la modernidad es un proyecto diferido, sublimado, devenido en mera promesa siempre por cumplirse. Un placebo ideológico. Los valores liberales como la productividad, la industrialización, la educación, la medicina e incluso la transportación no hacen sino conducirnos al mismo fracaso al que siempre arribamos cuando tratamos de modernizarnos, ya sea con reformas económicas, energéticas o educativas. Pero esto tampoco significa que Illich, al criticar la modernidad liberal, se apegue totalmente al marxismo o socialismo como mejores opciones a seguir, como explicaré más abajo.
Solucionar las fallas de la modernidad con más modernidad produce, para Illich, mayor subdesarrollo, mayor desigualdad, más enfermedad y mayor dependencia de las herramientas que se supone liberarían al individuo de su condición. Illich concibe estas fallas no como meros detalles o fracturas menores de la modernidad que se necesitan parchar, sino como una constante que la hacen posible, es decir son inmanentes de su naturaleza. En otras palabras, la modernidad es un monopolio de la contraproductividad en el que la medicina enferma, la educación idiotiza, la transportación motorizada atrofia el cuerpo y economía polariza la sociedad entre privilegiados y marginados. La propuesta de Illich para romper el círculo vicioso es compleja porque establece, como dije al inicio, todo un edificio conceptual. Uno de estos conceptos, y el más relevante para exponer brevemente, es el de convivencialidad, porque engloba hasta cierto grado lo que Illich llama “una modernidad alternativa”. “Llamo sociedad convivencial a aquella en que la herramienta está al servicio de la persona integrada a la colectividad y no al servicio de un cuerpo de especialistas. Convivencial es la sociedad en la que el hombre controla la herramienta”. Bajo la convivencialidad, el individuo se libera de su sometimiento tanto de las herramientas tecnológicas como de las opresiones sociales, sean estas institucionales o económicas, y alcanza una autonomía creativa y política. Esta convivencialidad no elimina al sujeto, sino que, a través de la interacción comunitaria, lo empodera para realizar el potencial de su existencia.
Otra modernidad es posible, aunque menciona ejemplos de cómo se puede alcanzar el estado convivencial o cómo podemos librarnos de las herramientas de la modernidad, carece de aplicaciones concretas —acciones o políticas públicas— de la utopía de Ivan Illich —un capítulo sobre ello no hubiera estado de más; la bicicleta habría sido una idea interesante, pero el autor no la desarrolló lo suficiente—. Esto, sin embargo, no es un defecto, porque es una regla del género. La utopía, por fortuna o desgracia, no es una consumación definitiva, sino una posibilidad de la crítica. Si tuviera que nombrar algunos ejemplos que son fieles a su libro, tendría que dirigirme a las actividades de Beck en años recientes. Formado en el grupo de Letras Libres, ha colaborado —junto con Rafael Lemus, también salido de esa revista— en proyectos editoriales más interesantes que aquella revista, como el portal Horizontal y sobre todo la antología publicada este año, El futuro es hoy. Ideas radicales para México, en la que compilan ensayos con propuestas políticas que abarcan desde la democracia restaurativa, la legalización de las drogas y la residencia ambiental, entre otros. Estos proyectos, fieles al espíritu illechiano de imaginar un futuro mejor, podrían funcionar, me atrevo a decir, como un apéndice de la propuesta teórica de Beck.
Concluyo volviendo a otra cita de Jameson, esta vez del libro El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Ahí asevera algo desafiante: el marxismo y neoliberalismo tienen mucho en común porque ambos desdeñan la filosofía política y son, en esencia, teorías económicas que tienen que ver más con los medios de producción o el mercado y menos con la generación de discurso político. No es extraño, bajo esta lógica reduccionista de Jameson, que tanto neoliberales como marxistas se acusen de lo mismo: nunca realmente se ha implementado ninguno de los dos, ni el comunismo ni el libre flujo del mercado, y por tanto nunca, en teoría, han fracasado. Ivan Illich parece sugerirnos una tercera vía que Jameson, a principios de los años 90, durante el ascenso del libre mercado, la democracia liberal como única alternativa y el “fin de la historia”, no logró avizorar. Pero tres décadas más tarde, como dice Beck en la introducción, la oportunidad de pensar en nuevas alternativas y de reescribir el futuro se presenta como urgente. Otra modernidad es posible pudiera ser un prólogo de este nuevo relato.
(Aquí pueden leer la primera tanda de libros de 2016, “El estado de los premios”, reseña de tres libros ganadores de premios nacionales de literatura.
Y acá la segunda tanda del 2017, “La diversidad del ensayo: una variación de lo mismo”, reseña de tres libros no ganadores de premios.)