Chéjov is the New Black

Es difí­cil enten­der cómo un autor rel­a­ti­va­mente joven, en su apo­geo cre­ativo y con alta aceptación pop­u­lar, de pronto renun­cie a todo y decida largarse al culo del mundo. Es lo que hizo Anton Chéjov en 1890. Para los críti­cos mod­er­nos, acos­tum­bra­dos a con­ce­bir la lit­er­atura como un éxito y no como una expe­ri­en­cia del fra­caso, la mis­e­ria o la vida ordi­naria, les resulta incom­pren­si­ble: ¿qué obligó al enfant gâté de la lit­er­atura rusa a empren­der el viaje hasta una de las pri­siones más cru­eles de su tiempo en la isla de Sajalín, al extremo ori­ente de Rusia y al norte de Japón?

Algunos bió­grafos tam­poco lo entien­den, pero lo expli­can: a prin­ci­p­ios de 1890 el her­mano de Chéjov, Mikael, decidió estu­diar leyes. Al espe­cializarse éste en la admin­is­tración de las pri­siones rusas, Anton, muy cer­cano y querido de toda su familia, se interesó en el tema. Tal vez porque no logró con­cluir su tesis para obtener el grado de médico o porque la situación de los pre­sos le recordó la his­to­ria de su abuelo —un esclavo que com­pró su lib­er­tad y la de sus descen­di­entes—, Chéjov salió de Moscú en abril de 1890, deci­dido a cruzar todo Siberia hasta lle­gar a la isla de Sajalín no sólo para tes­ti­mo­niar por sí mismo la situación de los pre­sos en esa esquina del mundo, sino tam­bién para sal­dar una deuda con su pro­fe­sión, aunque eso le costara la vida: para ese año, Chéjov ya había tenido los primeros sín­tomas de la tuber­cu­lo­sis que lo mataría décadas más tarde. En una carta a su con­tro­ver­sial amigo y edi­tor A. S. Suvorin, quien intenta dis­uadirlo de la empresa sui­cida, Chéjov con­fiesa los motivos de su partida:

Parto con la plena con­vic­ción de que mi visita no apor­tará ninguna con­tribu­ción valiosa ni para la lit­er­atura ni para la cien­cia: no tengo el conocimiento, el tiempo ni la ambi­ción para ello. No tengo los planes de un Hum­boldt o un [George] Ken­nan. Sólo quiero escribir unas 100 o 200 pági­nas y con ellas apor­tar algo, aunque sea nimio, a la med­i­c­ina, la cual, como ya sabes, he aban­don­ado ter­ri­ble­mente. Posi­ble­mente no logre escribir nada, pero aun así la expe­di­ción no me es menos atrac­tiva: con leer, ver y escuchar apren­deré mucho y ganaré experiencia.

Mi expe­di­ción pudiera ser absurda, necia, mani­aca, mas ponte a pen­sar un momento y dime qué es lo que perderé si me voy: ¿tiempo? ¿dinero? ¿qué pade­ceré penurias? Mi tiempo no vale nada, dinero nunca he tenido y, en cuanto a las penurias, tal vez viaje a caballo vein­ticinco o treinta días, no más, y el resto de los días los pasaré sen­tado en el barco o en una habitación escribién­dote car­tas ince­san­te­mente. (Tra­duc­ción mía de la ver­sión inglesa de Let­ters of Anton Chekhov to his fam­ily and friends.)

Su viaje es como una Odisea sin Ítaca, sin Pené­lope y sin dioses que soplen a favor o en con­tra de su camino; es una sim­ple aven­tura humana donde se pre­senta la cru­el­dad más absurda e inimag­i­nada de los con­de­na­dos a sopor­tar hie­los dan­tescos, penuria y mis­e­ria extremas. Y de la misma man­era que Capote se interesó por escribir repor­ta­jes sobre la vida de con­vic­tos en las cárce­les de Esta­dos Unidos después de con­vivir con los asesinos pro­tag­o­nistas de su nov­ela A san­gre fría, Anton Chéjov quería pub­licar un repor­taje sobre lo que vio en Sajalín, primero por entre­gas en el diario El Pen­samiento Ruso, donde cen­suraron los capí­tu­los ded­i­ca­dos a la bru­tal­i­dad de los guardias, y luego como libro, el cual acaba de ser pub­li­cado por Conac­ulta, ano­tado y tra­ducido por Víc­tor Gal­lego Balles­tero. La isla de Sajalín es un libro per­iférico en la obra chejo­viana, mas no en el sen­tido de obra menor, porque en ella no aban­dona la prosa mar­cial y esculp­ida de sus cuen­tos u obras de teatro; al con­trario, se ve a un autor sin pre­ten­siones, (con)movido más por la necesi­dad de comu­nicar lo que lo afecta y donde ética y estética se conjugan.

A difer­en­cia de Bul­gakov, quien tuvo que enfrentar los hie­los siberi­anos debido a su pro­fe­sión médica, no vemos a un Chéjov sar­cás­tico ni cómico como aquél, sino a un autor agudo, capaz de ver en su total­i­dad todo el eco­sis­tema de la isla; muda de lente: algu­nas veces pro­por­ciona una per­spec­tiva antropológ­ica —como cuando habla de los nativos guil­i­akos o ainos— o política; otra veces, legal o lit­er­aria. Para algunos críti­cos, La isla de Sajalín es un libro pre­cur­sor del repor­taje mod­erno porque renun­cia tanto al tono de las nov­e­las de aven­turas tan pop­u­lares en el siglo xix como al impre­sion­ismo per­sonal para enfo­carse, en la medida de lo posi­ble, en los datos bib­li­ográ­fi­cos que com­piló así como en sus obser­va­ciones, entre­vis­tas, tes­ti­mo­nios e incluso cen­sos hechos por él mismo. En sus car­tas a Suvorin, por ejem­plo, pre­sume el haber hablado con todos y cada uno de los habi­tantes de la prisión. Chéjov juzga a los jue­ces, a una sociedad envi­ci­ada con el cas­tigo, la con­dena y la suje­ción, allí donde las pri­siones eran una exten­sión del sis­tema servidum­bre que pre­dom­inaba en la Rusia zarista. En lugar de pre­gun­tarse por qué y cómo un preso le falla a la sociedad, Chéjov, de la misma forma que lo demostró Michel Fou­cault más tarde, señala las fal­las de la sociedad que cau­san que una per­sona cometa un crimen, sobre todo por la forma en que la con­dena, pues todos en Sajalín esta­ban ata­dos al pacto de una con­dena casi metafísica: los pre­sos, los exil­i­a­dos, las esposas que siguen a sus mari­dos, los hijos que siguen a sus padres, los hom­bres libres cuyas esper­an­zas se han mar­chi­tado, los ani­males, los mis­mos guardias. “¿Por qué están ata­dos tu perro y tu gallo?”, le pre­gunta a un preso. “En Sajalín todos esta­mos enca­de­na­dos —dice con ironía—. Este lugar es así”.

Lo per­tur­bador de La isla de Sajalín es la enorme capaci­dad de Chéjov para retratar la pequeña sociedad que los pre­sos, los mar­gin­a­dos de la civ­i­lización, han con­stru­ido en la isla. Es una especie de fic­ción doc­u­men­tal dis­tópica donde los con­de­na­dos tienen un código, una cul­tura, una forma de vida, tra­bajo, mat­ri­mo­nio y cor­rup­ción den­tro de la cor­rup­ción. No obstante no habla de ellos con falsa piedad o curiosi­dad mor­bosa, sino que los retrata de forma más com­pleja al plantear la pre­gunta que, incluso hoy, en sociedades mod­er­nas dom­i­nadas por el cas­tigo, la dis­ci­plina y el con­trol de los indi­vid­uos, espolea muchos debates éti­cos: ¿ha per­dido la dig­nidad una per­sona que ha cometido un crimen, por muy hor­ro­roso que éste sea, y debe tratársele sin ninguna con­sid­eración ética o human­i­taria? O incluso otra mucho más incó­moda y muy en boga hoy día gra­cias a series como Orange is the New Black: ¿son el crimen y el cas­tigo una cuestión de raza o clase social? ¿Deben ser cas­ti­gadas las mujeres de la misma forma que los hombres?

De hecho, las obser­va­ciones de Chéjov sobre la situación de las mujeres en Sajalín pare­cen extra­or­di­nar­i­a­mente con­tem­poráneas e incluso iróni­cas en cier­tos pasajes. Cuando habla del cruel trato a las mujeres de los guil­i­akos, etnia nativa de la isla, se per­mite hacer comen­tar­ios de este tipo: “No cabe duda de que para el guil­i­ako la mujer no es más que una mer­cancía, igual que el tabaco o el tejido. Strind­berg, escritor sueco famoso por su mis­oginia, que desearía que la mujer estu­viera total­mente sometida a los capri­chos del hom­bre, com­parte los mis­mos prin­ci­p­ios que los guil­i­akos. Si algún día vis­i­tara Sajalín Merid­ional, lo abrazaría calurosa­mente”. Como el tra­bajo forzado no estaba des­ti­nado a las mujeres, ape­nas lle­ga­ban a la isla, sin impor­tar si eran exil­i­adas o con­vic­tas, se les encon­traba las dos úni­cas ocu­pa­ciones que podían realizar: el man­ten­imiento de la casa y la pros­ti­tu­ción. “Cuando pre­gunté en Alek­sán­drovsk si había pros­ti­tu­tas en el lugar, me respondieron: ‘¡Todas las que quieras!’” Abue­las que cohab­i­tan con var­ios jóvenes o niñas de nueve años casadas con fun­cionar­ios y admin­istradores del penal —su edad o estado físico no era un imped­i­mento, “ni siquiera la sífilis ter­cia­ria”—, su des­tino era servir a los hom­bres para el placer o el tra­bajo, pero en las tem­po­radas de escasez ali­men­ta­ria e invierno crudo se con­vertían en una carga y estorbo de la misma forma que un ani­mal lisi­ado. “En ningún caso se tiene en cuenta —dice Chéjov— el sen­tido de la dig­nidad, la fem­i­nidad y el pudor de las pre­sas, como si se sobreen­tendiera que todo eso ha quedado reducido a cenizas por su des­gra­cia o se hubiera per­dido en su paso de prisión en prisión y de etapa en etapa”.

Tal vez las mejores pági­nas de La isla de Sajalín sean las que Chéjov ded­ica a la col­o­nización de las etnias nati­vas, que empezó con la lucha diplomática entre japone­ses y rusos cuando ambos reclam­a­ban como suya la isla. Son pasajes lúci­dos y oscuros que atraen y asquean de la misma forma que una escena de ter­ror en una película. Murakami, uno de los autores más chejo­vianos de nue­stro tiempo, no esca­tima en citar esos pasajes en su nov­ela 1Q84. Al acer­carse a ellos, “tenía la impre­sión de encon­trarme en alguna parte de la Patag­o­nia o de Texas, pero no en Rusia… Percibía a cada instante que la forma de vida de los ori­un­dos del lugar difería com­ple­ta­mente de la nues­tra, que no podrían com­pren­der a Pushkin ni a Gógol, que en con­se­cuen­cia se vuel­ven inútiles”. Los guil­i­akos y ainos son reduci­dos a una condi­ción peor que la de los pre­sos: son con­de­na­dos a una mis­e­ria exis­ten­cial y deses­per­an­zadora por los col­o­nizadores, su cul­tura ha sido destru­ida y la única forma de sobre­viven­cia que les queda es la rapiña, el robo y el alco­hol, su inmejorable palia­tivo para sobrell­e­var la vida.

Sea­mus Heaney, en Sta­tion Island (1984), escribió un poema tit­u­lado “Chéjov en Sajalín”, en donde retrata un momento del viaje del escritor ruso, justo en el barco que lo lle­varía a Sajalín. Chéjov abre una botella de coñac que sus ami­gos moscov­i­tas, pertenecientes a la élite int­elec­tual y aco­modada, le habían obse­quiado. Hay en este poema una ima­gen que me cau­tiva: “When he stag­gered up and smashed it on the stones / It rang as clearly as the con­victs’ chains / That haunted him”. Estrelló la copa con­tra las rocas y el cristal, al romperse, le recordó el tin­ti­neo de las cade­nas de los pre­sos al cam­i­nar. Es un instante con­tra­dic­to­rio: el escritor que tenía por esposa a la med­i­c­ina y amante a la lit­er­atura, se da cuenta de la hipocre­sía de nues­tra civ­i­lización que, plena de gestos del­i­ca­dos, está sus­ten­tada en la esclav­i­tud o la explotación de una may­oría. El poema además describe la difí­cil decisión de Chéjov por encon­trar un tono y una forma para hablar de Sajalín porque los demás géneros a él –mae­stro de casi todos, la nov­ela corta, el cuento y el teatro– le parecían insu­fi­cientes para lograrlo. Y he aquí me parece una lec­ción para muchos escritores de hoy: renun­ciar a la pose del ofi­cio, no hablar como escritor, sino sim­ple­mente dejar que las per­sonas hablen. Estrel­lar la copa y pagar nues­tra deuda.


Texto publicado en Crítica (junio-agosto 2016), n. 171, pp. 164-168.

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