Henri Lefebvre y el repertorio de la pérdida
Heard melodies are sweet, but those unheard
Are sweeter
John Keats, “Ode on a Grecian Urn”
La literatura corre el peligro de la homogeneidad: ahora casi todo “se lee como una novela”. El libro “raro” que escapa de las tipologías es una especie en constante peligro de extinción, pero a pesar de ello, en su fragilidad concentra la ambición artística: la experimentación, la ruptura, la diferenciación, la necesidad por crear como si no existiera un precedente, la urgencia de construir sobre el vacío de todo lo que está dicho. Estas son, lo creo, algunos de las obsesiones que poseen a todo artista cuando se arriesga a crear libros que fracturan la historia. Este tipo de libros, sui generis, fundan géneros. O los destruyen. Es el caso de un extraño espécimen llamado Les Unités perdues (Los objetos perdidos) de Henri Lefebvre. Desde el nombre del autor el libro ya se sitúa en una especie de indefinición. No, no es el famoso filósofo marxista cuya influencia en el pensamiento del siglo xx apenas se comienza a sentir en algunas disciplinas como la arquitectura. En realidad, se sabe muy poco de él. Se sabe, por ejemplo, que nació en 1959 en la provincia de Salon-de-Provence pero vive en París; se sabe también que tiene una editorial llamada Les Cahiers de la Seine dedicada a publicar bellos libros minimalistas de poesía contemporánea; y se sabe que es autor de otro libro experimental titulado Les Restes, prototype (Los restos, un prototipo) que él mismo describe de la siguiente forma:
Del mes de agosto de 2001 a agosto de 2010, el autor ha dispuesto en una tabla las supresiones efectuadas durante la corrección de escrituras en curso —prosas (ficciones, notas, ensayos) o poemas—. La presente obra está construida de extractos de esa tabla. Están aquí, archivados en un mismo lugar, signos de puntuación, palabras, párrafos, fragmentos textuales originalmente consagrados al olvido. Una amalgama que compone una obra de naturaleza imprecisa y que perpetúa lo que de otra manera el autor deseaba borrar.
Los restos es, como dice Lefebvre, literalmente una tabla de cuatro columnas organizadas de la siguiente manera: en la primera aparecen los retazos suprimidos del lenguaje, en la segunda el título de la obra, en la tercera el orden de aparición y en la última columna está la fecha de cuando se hizo la supresión. En una época de obras perfectamente escritas, tallereadas para lo legible, la obra de Henri Lefebvre consiste en objetos y restos del lenguaje que en nuestro afán por registrar, repertoriar y marcar, los condenamos al olvido sin ninguna consideración.
Los objetos perdidos (2004) siguen la misma idea: es un párrafo de menos de cien páginas en el que enlista, sin explicación, los objetos artísticos que se han perdido a lo largo de la historia, ya sea por casualidades, errores humanos, guerras, voluntad, resentimiento, robo o muerte. La idea del libro se le ocurrió a Lefebvre cuando leyó La lengua absuelta, el primer tomo de la autobiografía de Elías Canetti, donde se cuenta la historia de un escultor húngaro que los albores de la Primera Guerra Mundial decide enterrar en un jardín una de sus esculturas más preciadas; cuando el conflicto armado terminó, el escultor volvió al mismo jardín para rescatar su pieza, pero no la encontró. Nunca supo qué pasó con ella, si fue robada o destruida por alguna bomba.
Lefebvre nombra objetos que corrieron con la misma suerte y que dejan huecos e interrogativas que nadie podrá llenar ni responder jamás. No se restringe sólo a cuadernos, pinturas, rollos de películas, listones, manuscritos, fotografías o libros, sino también a casualidades o accidentes físicos que impiden al artista concluir sus proyectos, como la ceguera, la desidia o la repentina muerte. Pero el campeón de la destrucción es el fuego: ahí van a dar los primeros poemas de William Carlos Williams, las cartas de Gide a su prima Madeleine, la cama de infancia en la que dormía Sophie Calle, las tres novelas que Walser escribió durante su estancia en Berlín, la mayoría del tiraje de la primera edición de Moby Dick, los diarios de Thomas Mann de 1900 a 1910, la biblioteca personal de Jorge Amado echada al fuego por los militares durante la dictadura en Brasil,el Tratado sobre el arcoíris de Spinoza incinerado por él mismo para evitar problemas de censura, las 1500 páginas de En defensa del infinito de Louis Aragon que echó al fuego luego de romper su relación con Nancy Cunard, quien afortunadamente salvó una copia, y el último tomo de la autobiografía de Guy Debord que él mismo, un mes antes de morir, tiró al fuego.
A pesar de componerse de frases cortas, cada una de ellas me obliga a detenerme a pensar en las circunstancias que sucedió una pérdida. Me invade una nostalgia de lo inexistente cuando leo que Pound, cuando era estudiante, escribió un soneto diario durante un año y en la víspera del nuevo año los destruyó todos, o cuando leo que las cartas de amor de Lou Andreas-Salomé enviadas a Frieda, su amante, fueron destruidas por ella y que las de Frieda a Lou están mutiladas en su principio y final y que Lou, por otra parte, borró toda huella escrita de su relación amorosa con el cura Hendrik Gillot cuando ella tenía 17 años y él 42. ¿Por qué Émile Zola se deshizo de las cartas de Cézanne y éste a su vez del retrato que pintaba de Zola? ¿Por qué, después de dos años de trabajo, Julio Cortázar renuncia a escribir la biografía de John Keats? ¿Qué obligó a Pierre Michon a quemar todas sus historias pornográficas? ¿Por qué en un cementerio cerca de Padua sólo se encuentra enterrado el cuerpo de Petrarca y no su cabeza?
El libro es como una especie de rezo que sube de intensidad; cito algunos ejemplos al azar:
Perdido, el lazo que Boris Pasternak regaló a Marina Tsvetaeva para amarrar una valija; en 1941 Tsvetaeva usó ese lazo para ahorcarse • Julio César compuso una obra de teatro titulada Edipo, que está perdida • En 1899, los españoles pidieron los restos de Goya, muerto y sepultado en Bordeaux en 1828; sólo el cuerpo, sin la cabeza, regresó a España • Dos cuadernos de los Diarios de Sylvia Plath: uno perdido, el otro destruido por Ted Hughes • James Joyce y John Milton escribieron sus obras maestras, Finnegan’s Wake y El paraíso perdido, cuando perdían la vista • En 1918, Arthur Cravan se casa con Mina Loy y después se pierde en el mar • La primera versión de Bajo el volcán de MalcomLowry, escrita en Estados Unidos, es rechazada por los editores; la segunda versión, reescrita en Canadá, es olvidada en un bar de México; Lowry pierde la tercera versión en un incendio en su casa • No sabemos cómo era el Marqués D. A. F. Sade: sus retratos se perdieron • El Museo Nacional de Iraq es saqueado un viernes 11 de abril de 2003, y se pierden entre dos o tres mil antigüedades • A la edad de 29 años, Freud quema todos sus manuscritos • Los dieciséis dibujos que Amadeo Modigliani regaló a su amante, Anna Ajmátova, fueron fumados por militares de la Guardia Roja, quienes los usaron como papel para enrollar tabaco.
Los objetos perdidos se lee como un poema inacabado porque cada línea se lee como un verso, como una partícula azarosa perdida en una inmensidad igual de indeterminada. Por esto, es un libro flexible que ha sido publicado en diferentes formatos, en fragmentos de un proyecto inacabado en revistas; también, en el 2008 fue hecho una película experimental en la que un actor lee el texto sobre una pantalla oscura que se descompone en las diferentes tonalidades del color negro y gris hasta terminar (según las pocas descripciones que encontré en algunas páginas francesas) con la aparición de la silueta de un hombre que poco a poco va revelando su rostro: es un desconocido cualquiera. La persona de Henri Lefebvre, me parece, entra en el mismo juego de la pérdida porque su autoría se dibuja en libros sobre objetos que ya no existen; es un poeta de la acumulación de ausencias.