Cuatro estampas de Artaud
I.
La visita a México en 1936 fue el principio del fin para Antonin Artaud: comenzó el descenso hacia una esfera oscura de la que salió diez años después. A su llegada, ya mostraba cierto deterioro no sólo físico, también psicológico, y la impresión que causaba era semejante a ese desconcierto y desconfianza que generan los “anormales” en la gente “normal”. Qué mejor testigo para demostrarlo que un médico. Un médico poeta: Elías Nandino. Nadie fue tan cercano y al mismo tiempo tan ignorante de la vida de Artaud durante su estancia en México. El retrato que hace en Una vida no/velada es más el de un drogadicto que el del poeta maldito y dramaturgo que había dejado una estela de fama negra en Francia tras su partida. “Cuando lo conocí ya tenía una faz de un poquito como de loco, pero —eso sí— unos ojos impresionantes”, dice Nandino.
Se lo presentó Pepe Ferrel y, la primera vez que lo vio, Artaud “parecía diácono, todo vestido de negro, con los ojos claros, claros y con la mirada fija. Iba inquieto” porque desde su desembarco en Veracruz Artaud no había podido meterse ninguna dosis de láudano, droga a la que ya era adicto. Nandino se convirtió, en este sentido, en su dealer personal. “Sentí pena por su estado y le propuse hacer lo posible para que se le diera algún tipo de tratamiento”, a lo que el francés se opuso enérgicamente.
“—No quiero tratamiento. No necesito curación. Estoy acostumbrado a esta droga. Vine a México a buscar otra. Es la única que puede sanarme. Liberarme de la muerte”, contestó Artaud.
En poco tiempo, se hizo de muchos amigos drogadictos, sobre todo en la colonia Buenos Aires del DF, y Nandino en varias ocasiones los ayudaba con sus problemas de salud, entre ellos a un enano que encontró inconsciente por una sobredosis dentro de una canasta. Artaud siempre “andaba vestido de negro, con la camisa abierta y los cabellos alborotados” y un día se perdió de la custodia de Nandino. Fueron los meses que pasó en la Sierra Tarahumara experimentando con el peyote. Hasta que “un día yo estaba esperando, frente a mi casa, que el chofer trajera el coche” y en el momento de abordar, “un señor chamagoso, chamagoso, con el traje todo roído, los cabellos como mechas, los ojos rojos y con tierra y mugre por todas partes gritó ‘¡Nandino!’”. Era Artaud que estaba de vuelta con un saco cargado de peyote como único equipaje.
II.
Después del viaje a México, Artaud regresó a Francia para inmediatamente después partir a Irlanda. Su aventura ahí fue corta: fue arrestado por una trifulca que armó en la calle. El motivo fue un bastón “mágico” que según él perteneció a San Patricio y fue confeccionado por el mismo Jesucristo; algunos creen que lo quebró golpeando la puerta de un monasterio jesuita porque no le permitieron pasar la noche allí. Lo arrestaron y lo deportaron, no directamente a Francia, no a París, sino a otro país del cual no hay vuelta: un asilo mental. Desde el año 1937 hasta 1946 Artaud estuvo recluido en varias clínicas donde su estado en lugar de mejorar fue decayendo hasta casi desaparecerlo no sólo física sino psicológica e identitariamente. Durante cuatro años, Artaud dejó de ser Artaud. Pasó a llamarse Nalpes. Antonin Nalpes. Un nuevo hombre había encarnado dentro de él en 1939, cuando fue transferido al hospital de Ville-Évrard y donde pasó uno de sus peores internamientos.
Nalpes, le explicó al doctor Ferdière en una carta, es el nombre de soltera de su madre, Euphrasie Nalpas, pero que tiene un origen “legendario, místico y sagrado” que le habían revelado los ocultistas más reputados de París. Era el nombre civil, secreto, de una de las cuatro Marías que había encallado en la costa llamada Saintes-Maries-de-la-Mer, en la costa mediterránea de Francia. Era curioso, porque su segundo nombre de Artaud era Marie. Antoine Marie Joseph Paul Artaud.
Fue su madre, con la ayuda de Robert Desnos y otros intelectuales que en plena Francia ocupada por los nazis logran transferirlo a un lugar “más humano” para su recuperación. Así llega en 1942 a Rodez y a las manos del controversial doctor Gaston Ferdière, un fiel entusiasta de los electroshocks. Ferdière pasó a la historia como el psiquiatra de Artaud y no como el poeta que siempre añoró ser en su juventud, cuando llegó a París a principios de los años 30. Fue ahí tal vez donde Ferdière haya conocido o escuchado de Artaud en los cafés surrealistas. Lo que algunos biógrafos del poeta creen es que, sin importar la relación entre ambos, Ferdière en definitiva vio en Artaud un doble que conciliaba de alguna manera sus poemas frustrados y sus experimentos y teorías médicas. Ferdière se ufanó de haberle enseñado a volver a escribir a través de una terapia de electroshocks y arte. Lo diagnosticó con graforrea (graphorrhée), probablemente un concepto que tomó del joven Lacan cuando éste, en 1938, visitó y platicó con Artaud en el primer asilo donde lo recluyeron.
Es durante su estancia en Rodez que Artaud produce lo más perturbador y tortuoso de su obra. Escribe, traduce a Lewis Carrol, dibuja, se cartea con personas y dialoga consigo mismo en una especie de conjuración o confabulación contra sí mismo. La correspondencia entre Artaud y Ferdière es uno de los documentos más representativos de psiquiatría moderna y del universo de un poeta. Esas cartas han sido estudiadas tanto como sus poemas por filósofos y críticos como Jacques Derrida y Julia Kristeva y aún derriten la cerilla de los lectores que las hojean.
III.
Hay una carta en especial que a mí me cautiva más que todas. Está dirigida a su madre. En ella, Artaud no escribe con la presión de explicarse a sí mismo, de buscar un sentido y una lógica a lo que piensa y escribe. No se trata de una confesión ni un ruego a Ferdière para que le tenga compasión y no lo someta a la terapia eléctrica. Es una carta fechada el 4 de julio de 1944 en la que Artaud se reduce a sí mismo a un hijo que le pide ayuda a su madre. Es la carta de un hijo enfermo.
Desde hacía meses, Artaud le había escrito a su madre sin que al parecer ella recibiera las misivas —se sospecha que Ferdière revisaba todo lo que escribía, incluso detenía su correspondencia sin ninguna notificación—. Artaud le rogaba a su madre que por favor convenciera a Ferdière que lo liberara porque ella era la única que legalmente podía reclamar la custodia de su hijo. “Sabes que han sido muy injustos conmigo y tu testimonio puede reparar esa injusticia. Se trata de suministrar al Dr. Ferdière la prueba de que no soy un enfermo, ni un atormentado por creer que la gente ha sido injusta y malvada conmigo”.
En esa época, quien publicaba lo que Artaud estaba escribiendo era Robert Denoël, un editor de leyenda negra que se cree colaboró con los nazis por presión, no por simpatía ideológica. Dio a conocer la obra de Freud, publicó a Louis-Ferdinand Céline, Jean Genet, entre otros, así como los discursos de Hitler. Dice Artaud en la carta a su madre que fue por sugerencia de Denoël, quien revisó sus manuscritos y los calificó de delirantes y falsos, que Ferdière inició un nuevo tratamiento más agresivo. Este tratamiento, dice,
“me hizo perder el pensamiento del 15 de mayo al 20 de junio y me volvió incapaz de escribirte durante un mes porque yo no sabía dónde me hallaba ni quién era y es un sufrimiento que se me hubiera podido evitar. Si escribieses diciendo que no miento, harías mucho por mi liberación.
Estoy convencido de que pronto volveremos a vernos y te beso con todo mi corazón”.
Firma la carta como Nanaqui, como su madre lo llamaba desde niño. Y agrega un posdata: “Comulgaré en honor tuyo mañana miércoles 5 de julio por la mañana. Te beso una vez más como te quiero, con todo mi corazón. Una vez libre no te seré una carga sino que podré ayudarte moral y materialmente”.
IV.
De Rodez, Artaud no salió sino hasta 1946, dos años antes de su muerte. Hay una fotografía de la víspera de su salida. Aparece sentado en una banca en los jardines del asilo. Es un hombre maduro vestido aliñadamente, de traje y una corbata de estambre felposo. Las cejas ralas, los ojos gachos, profundos, de la misma forma que los describe Nandino. Mira a la cámara directamente. Sus manos, sobre sus rodillas, son grandes y carnosas. Una mano envuelve la muñeca de la otra mano, se ve claramente que la aprieta, como inhibiendo un ligero temblor. Hay un alivio en su semblante, en su postura tranquila que en cualquier momento puede transformarse en un gesto piadoso.
A la noche siguiente, abandonó el asilo en tren, acompañado de Ferdière.
Según el testimonio del psiquiatra, el 26 de mayo de 1946, “en el andén de la estación de Austerlitz, abracé a Antonin Artaud por última vez y nos apretamos la mano”. Más tarde, se sintió culpable cuando se enteró de la prematura muerte de Artaud debida, según los diagnósticos, a un cáncer de intestino. Sin embargo, Ferdière dudó del diagnóstico y sospechó que pudo haber sido “un banal escíbalo”, es decir un banal mojón atorado en el intestino, algo muy común en los adictos al opio que abusan de la sustancia y que, de no ser atendido, deviene en una neoplastia, es decir un tejido anormal que es la causa del cáncer.