El erotismo y la pornografía según Anaïs Nin

Recordé la sigu­iente carta de Anaïs Nin hace un par de sem­anas, cuando las redes sociales y los medios se vol­tearon patas arriba gra­cias al estreno de la película basada en el best-seller 50 Shades of Grey. Cier­ta­mente, no he leído el libro para tener una opinión vál­ida sobre él; no perdería mi tiempo en leerlo tan sólo para redac­tar una columna de opinión ni mucho menos para osten­tar mis grandes conocimien­tos teóri­cos. Lo que me ha lla­mado la aten­ción es el reproche, por parte de fem­i­nistas y otros lec­tores en los cuales con­fío, que se le hace a la autora, E. L. James, acerca del ero­tismo que pro­mueve en su obra. Un ero­tismo pobre en imag­i­nación, con­formista con los roles de género que la sociedad patri­ar­cal ha impuesto y la extrema sum­isión sex­ual con que define a la pro­tag­o­nista de su nov­ela. En fin, que por todo lo comen­tado, se me ocurre que 50 Shades of Grey es una especie de película porno arru­inada por un guion­ista opti­mista al que se le ocur­rió poner en boca de los actores algo más que gemidos.

En 1940, Anaïs Nin y Henry Miller, en ese entonces todavía ami­gos, amantes y cóm­plices cre­ativos, se mudaron de París a Nueva York con var­ios planes en mente: querían fun­dar su propia edi­to­r­ial, escribían como pos­esos y man­tenían una vida social impa­ra­ble en los bar­rios artís­ti­cos de la ciu­dad. Fue pre­cisa­mente así, nos informa Noël ­Ri­ley­ Fitch, estu­dioso de la obra de Nin, que ella cono­ció a Ger­shon ­Leg­man en una feria de libros. Leg­man, además de haber nacido en el famoso pueblo de Penn­syl­va­nia lla­mado Scran­ton donde se filmó la serie cómica The Office, sobre­vive en la cul­tura anglo como uno de los más famosos pornó­grafos y mae­stros del origami. Su elocuente auto­bi­ografía, donde denun­cia el puri­tanismo y la hipocre­sía de la cul­tura esta­dounidense, se tit­ula El pene pere­grino, y per­manece inédita. Legman se dedicó al trá­fico ile­gal de pornografía escrita y tra­bajó para var­ios edi­tores under­ground que pub­li­ca­ban obras pro­hibidas, como las de Miller. “He ded­i­cado mi vida”, gustaba decir Leg­man, “al estu­dio del clítoris”.

A través de él, Nin y Miller ganaron un con­trato con un mis­te­rioso colec­cionista de pornografía apo­dado Roy Melisander John­son, quien pagaba 50 cen­tavos por hoja de lit­er­atura erótica, algo así como cien o doscien­tos dólares por un libro de 100 pági­nas. Para que el mate­r­ial lle­gara a los secre­tos lec­tores, Leg­man recur­ría a var­ios medi­adores, desde uno apo­dado “Slap­sie Maxi” hasta otros más cono­ci­dos como Ber­net Ruder; sin embargo, cuando hizo con­tacto directo con Roy Melisander, el nego­cio se volvió más ambi­cioso, pues con­siguió un pago de un dólar por página.

Miller, siem­pre en la fron­tera del glam­our y la mis­e­ria, no podía desaprovechar la opor­tu­nidad. Él y Nin se dedi­caron por un tiempo a lo que ella en su Diario llamó “pros­ti­tu­ción lit­er­aria”. Ambos escri­bieron var­ios cuen­tos que Ruder imprimía y encuadern­aba sec­re­ta­mente. Algu­nas de esas piezas for­maron más tarde parte de sus libros, por ejem­plo Delta de Venus Lit­tle Birds de Nin. Sin embargo, el cin­ismo y la vul­gar­i­dad de Miller era lo que más atraía al “colec­cionista”. Con­forme las entre­gas avan­z­a­ban y Nin y Miller explora­ban otros aspec­tos del ero­tismo para no abur­rirse, Roy Melisander demand­aba más y más no sólo en can­ti­dad, sino en explic­itación. Quería pornografía pura y dura, no lit­er­atura, nada de adornos ni regodeos poéti­cos. Cuenta Anaïs en su Diario que el “coleccionista”—quien supongo era Leg­man porque Roy Melisander nunca rev­eló su ros­tro— lo llamó por telé­fono: “Todo está bien, pero dejen de lado la poesía y la descrip­ción de detalles, menos el sexo. Con­cén­trense en el sexo”. Fue así que cansa­dos de un cliente insa­cia­ble, Nin decidió escribirle la siguiente carta.

Querido Colec­cionista:

Lo odi­amos. El sexo pierde todo su poder y magia cuando se torna explíc­ito, mecánico, exager­ado, cuando se vuelve una obsesión mecánica. Se vuelve abur­rido. Usted nos ha enseñado mejor que nadie qué tan errado es no mezclar el sexo con las emo­ciones, las ganas, el deseo, la lujuria, el antojo, los capri­chos, de rela­ciones per­son­ales y pro­fun­das que lo tiñan de un nuevo color, de sabor, rit­mos e intensidades.

Usted no sabe lo que se pierde por su microscópica aus­cultación del acto sex­ual y la exclusión de las per­sonas, las cuales son la leña que prende el sexo. Lo int­elec­tual, lo imag­i­na­tivo, lo román­tico, lo emo­cional: todo eso le da al sexo una tex­tura, una trans­for­ma­ción sutil y un ele­mento afro­disi­aco. Usted está lim­i­tando las posi­bil­i­dades de sus sen­sa­ciones; mar­chita el sexo, lo banal­iza y le roba su encanto.

Si ali­men­tara su vida sex­ual con emo­ciones y aven­turas que el amor inyecta en la sen­su­al­i­dad sería un hom­bre más potente en el mundo. La fuente del poder sex­ual es la curiosi­dad y la pasión, pero usted se limita a mirar la flama apa­garse. La monot­o­nía no es sana para el sexo. Sin sen­timien­tos, inven­ciones, humores, sin sor­pre­sas en la cama. Debe mezclarse con lágri­mas, con risas, pal­abras, prome­sas, esce­nas, celos, envidia, con todas las for­mas del miedo, de lo exótico, de las nuevas caras, nov­e­las, his­to­rias, sueños, fan­tasías, música, danza, opio, vino.

¿Cuánto se pierde usted por culpa de su mezquin­dad periscópica cuando en su lugar podría gozar de un harem de disc­re­tas y siem­pre nuevas mar­avil­las? No exis­ten dos cabel­los idén­ti­cos en el mundo, pero usted no quiere que gaste­mos pal­abras en describir­los; no hay dos olores iguales, pero si se lo expli­camos, usted grita: “¡Nada de poesía!” No hay dos pieles con la misma tex­tura, nunca la misma can­ti­dad de luz, tem­per­atura, som­bra, nunca el mismo gesto: un amante, cuando está exci­tado por el ver­dadero amor, es capaz de repasar toda la his­to­ria de los sig­los sobre el arte de amar. Cuánta var­iedad, cuán­tos cam­bios en cada época, cuán­tas variedades de madurez e inocen­cia, per­ver­si­dad y arte, nat­u­raleza y ani­males elegantes.

Nos hemos sen­tado a dis­cu­tir por horas acerca de su aspecto físico y nos pre­gun­ta­mos si a sus sen­ti­dos los ha aneste­si­ado para la seda, la luz, el color, el carác­ter, el tem­pera­mento… así lo habrá hecho hasta mar­chi­tarse por com­pleto. Hay tan­tos sen­ti­dos menores y todos son trib­u­tos en los flu­jos del sexo; lo nutren. Sólo la fusión de los lati­dos del sexo y el corazón pueden crear el éxtasis.

Podríamos no estar de acuerdo con Nin y reprocharle cierto roman­ti­cismo e ingenuidad, sin embargo una de sus pre­ocu­pa­ciones siem­pre fue la fun­dación de una lit­er­atura erótica emi­nen­te­mente femenina sin la influencia de la escrita por hom­bres. Ella estaba con­ven­cida de que cada género vivía y exper­i­mentaba el sexo de difer­ente man­era. El prob­lema de las mujeres escritoras, decía Nin, era que cuando abor­d­a­ban el sexo lo hacían imi­tando mod­e­los mas­culi­nos, no explora­ban su sen­su­al­i­dad ni sen­si­bil­i­dad, y cuando lo hacían, caían en un sen­ti­men­talismo exager­ado porque les era imposi­ble sep­a­rar el sexo del amor debido a que así eran edu­cadas en la sociedad. Su Diario pre­cisa­mente es un exper­i­mento de esta teoría.

No obstante, en una civ­i­lización obse­sion­ada con el sexo, el amor román­tico, la pornografía, tal vez las ideas de Anaïs Nin no hayan per­dido relevancia.Esta carta debería leerla E. L. James, quien, a la man­era de la vieja tradi­ción de amas de casa ingle­sas que escriben sus fan­tasías sex­u­ales, parece imi­tar los mod­e­los mas­culi­nos en su obra.

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