Flaubert y Colet
La historia de Gustave Flaubert y Louise Colet siempre había sido contada desde una sola perspectiva: la del hombre, la del genio, la del escritor más influyente del siglo xix y que todavía en el siglo xx repercutió en autores tan disímiles como Sartre, quien le dedicó dos tomos con El idiota de la familia, los del nouveau roman que lo llamaron santo patrón, e incluso en autores como Mario Vargas Llosa y el inglés Julian Barnes, que escribió uno de los libros más fascinantes que he leído: Flaubert’s Parrot.
Afortunadamente, gracias a los estudios feministas, la persona de Colet se va esclareciendo, por un lado, como la de una mujer abnegada dispuesta a sacrificarse por su amante egoísta y pueril y, por otro lado, como la de una poeta en todo el sentido de la palabra que, hay que aceptarlo, al lado de un Baudelaire se empequeñece, mas no por esto la borra como muchos han pretendido hacerlo. Colet fue la única que desde un principio creyó ver en Flaubert a uno de los grandes genios de la prosa (pues ni siquiera Maxime Du Camp, el amigo más cercano del escritor, creía en él), quien leía y comentaba sus manuscritos antes de ser publicados y con la única que Flaubert, de todos sus contemporáneos, pudo sostener un diálogo durante el periodo más brillante de su vida creativa. Dice Colet, cuya voz es recreada en el libro de Barnes: “Lo único que quería de mí, al final me di cuenta, era que yo fuera una simple compañía intelectual”.
Y es verdad: Sartre llegó a decir que Flaubert prefería escribirle que hacerle el amor. Aunque Flaubert la respetaba, siempre era duro con ella tanto en lo sentimental como en lo intelectual cuando le corregía sus poemas o sus ideas románticas de la literatura; le exigía que escribiera con la cabeza, no con el corazón, que escribiera como hombre, no como mujer. Colet y George Sand —amiga de Flaubert también— fueron las primeras mujeres en enfrentarse al dilema de su época: mutilar su feminidad para tener éxito como escritoras. Gracias a esta relación, tortuosa para ella y lúdica para él, hoy podemos leer la correspondencia entre ambos como uno de los documentos más ardientes de la literatura: se revela una pasión no sólo amorosa, carnal y dramática, sino también intelectual y creativa que tal vez encuentre un parangón con Henry Miller y Anaïs Nin en el siglo pasado. La desgracia de este caso, según informa Barnes, es que Flaubert se deshizo de todas las cartas de Colet, quedando como única perspectiva la de él.
Flaubert y Colet se conocieron en 1846 en el estudio del escultor Pradier. Ella tenía 35 años y el 24. Ella estaba divorciada y tenía una hija con el artista Hippolyte Colet y él era apenas un escritor provinciano con ansia de fama. Para entonces, Colet ya era toda una femme artiste de extraordinaria belleza física e increíble talento cuya fama se expandía en todos los círculos intelectuales parisinos: fue de las primeras escritoras en vivir del periodismo, tenía una actividad política incesante y era amiga —y amante— de Victor Cousin, de Musset, de Chateaubriand, de Vigny, de Hugo, entre otros. Dice la Colet de Barnes:
Yo no necesitaba a Gustave en mi vida. Míralo así: yo tenía treinta y cinco años, era bella, era… renombrada. Había conquistado Aix, luego París. Había ganado dos veces el premio de poesía de la Academia. Había traducido a Shakespeare. Victor Hugo me llamó su hermana, Béranger su musa. En cuanto a mi vida privada, mi esposo era muy respetado en su profesión; mi… protector era el más brillante filósofo de su tiempo. ¿Has escuchado de Victor Cousin? […] No me jacto de mis logros; no necesito hacerlo, pero entiendes mi punto. Yo era la vela; él, la mariposa nocturna. La señora de Sócrates rebajada a sonreírle a un desconocido poeta. Yo era quien le convenía, no él a mí.
A través de la correspondencia de Flaubert y Colet se puede explicar y entender mejor la obra de él, sobre todo porque justo cuando comenzó su segundo romance con Colet comenzó también la escritura de Madame Bovary y había terminado otros libros como La educación sentimental. El 16 de enero de 1852, le escribió una de las cartas que, sin exagerar, definiría la vanguardia narrativa por los siguientes dos siglos. “Hay en mí, literalmente hablando, dos hombrecitos: uno apasionado del estrépito, del lirismo, de los grandes vuelos del águila, de todas las sonoridades de la frase y las cumbres de la idea; y otro que hurga y cava en la verdad tanto como puede, uno que detalla por igual los pequeños y grandes sucesos con la misma fuerza, que quisiera hacerte sentir casi materialmente las cosas que reproduce. Este último ama reír y se complace en la animalidad del hombre”.
Estas dos tendencias, dice, son las que intentó conciliar en La educación sentimental a pesar que siente que fracasó. Todo lo que ha escrito es un ensayo, una preparación para lo que quiere lograr en su siguiente libro emancipado de lirismo, de referencias, un libro que se contiene a sí mismo y es independiente del mundo. Las líneas más emblemáticas de Flaubert, al hablar de su ejercicio literario, son las siguientes:
Lo que sería genial, lo que quiero lograr, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se sostenga por sí mismo gracias a la fuerza interna de su estilo de la misma forma que el planeta, sin tener un soporte, que penda en el aire; un libro sin argumento o al menos donde éste sea casi invisible, por decirlo así. Las obras más bellas son las que apenas contienen materia; entre más se acerque la expresión al pensamiento, entre más se aligere y desaparezca la palabra, mucho más bello. Creo que el futuro del Arte seguirá este camino. Veo que, en la medida que evoluciona, se ha vuelto etéreo, desde los pilares egipcios hasta las lancetas góticas, desde los poemas de veinte mil versos de los indios hasta los de Byron. La forma, entre más industriosa, se atenúa: ella deroga toda liturgia, toda regla, toda mesura; abandona la épica por la novela, el verso por la prosa; ya no quiere saber nada de ortodoxia y es tan libre como cada voluntad que la produce.
Después, le dice a Colet algo que en su momento fue innovador y que ahora es un lugar común: “Es por eso que no hay temas buenos ni malos y se podría casi establecer como axioma, poniéndose del lado del arte puro, que ni siquiera hay tema, porque el estilo es al tema sólo una manera absoluta de ver el mundo”.
Flaubert no escribió estrictamente un libro de crítica ni de ensayos en el que desarrollara sus ideas estéticas, algo muy común en otros autores contemporáneos que exponen sus gustos, obsesiones y negaciones en un libro de ensayos, en reseñas o en columnas de periódicos. Sin embargo, ya se percibe en él esta inquietud: “Necesitaría escribir todo un libro para desarrollar todo lo que quiero decir. Lo haré en mi vejez, cuando no tenga nada mejor que hacer que garabatear. Mientras tanto, no me queda más que trabajar en mi novela con el corazón. ¿Vendrán mejores días para ella que los de La tentación de San Antonio? ¡Ojalá así sea, Dios mío!”
Y, por supuesto, también había tiempo para el romance; así se despide Gustave de Louise Colet:
Sí, te amo, mi pobre Colet, y no deseo nada más que el que seas feliz de cualquier manera, abrigada de flores y alegría. Amo tu perfecto y bello rostro franco, el peso de tu mano, el roce mis labios en tu piel. Si soy duro contigo, piensa que es por culpa de mi tristeza, de los agrios nervios y de las languideces mortuorias que me acosan o me hunden […] Adiós, un beso en tu boca rosada.
(Las traducciones del libro de Barnes, Flaubert’s Parrot, y de la carta de Flaubert son mías. La carta la tomé del tomo II de la Correspondance (juillet 1851-décembre 1858), editada por Jean Bruneau.)