Micro metafísica de la muerte: la fotografía en Salvador Elizondo
A lo largo de su vida, Salvador Elizondo utilizó la escritura para hablar de otras disciplinas artísticas. En este ensayo, Francisco Serratos analiza la obra de Elizondo para trazar puentes entre la fotografía, el cine y la pintura con la narrativa del autor de Farabeuf. Este texto es una versión corregida y adaptada por el mismo autor del segundo capítulo de La memoria del cuerpo (Ficticia, 2011).
¿Por qué la fotografía eterniza precariamente todo lo que
toca con su esencia que es un testimonio irrecusable de la
existencia de la permanencia de una esencia instantánea: la de la
presencia fugaz de alguien o de algo que, en realidad, ya no es?
«Fusilamiento en China»
La más presente de todas las obsesiones en Salvador Elizondo fue la fotografía: toda una teoría sobre ella yace en su obra. Subsiste como teoría y no como práctica, pues de todas sus incursiones artísticas la fotografía fue la única que no llevó a la práctica más que como literatura. No obstante, su matrimonio con una fotógrafa fue su único acto fotográfico. Podría decir que la imagen sensible de Elizondo es la de la mirada de su esposa, Paulina Lavista, porque era consciente de que por un acto de amor sobreviviría su retrato. En sus ficciones, en sus ensayos, en su memoria, en su olvido e incluso en su muerte, la figura de la foto es una constante relación de la mujer con su imagen. Desde «Narda o el verano», la mayoría de los cuentos de El retrato de Zoe y otras mentiras hasta llegar a Farabeuf, la desaparición del cuerpo femenino sólo es contenida por la fotografía y no por la pintura.
Tomo como ejemplo el cuento «Los testigos», donde se narra la historia de una infidelidad entre Irene y Diego Antúnez a partir de una foto que la protagonista intenta revivir montando el recuerdo en su habitación. Irene niega el acto pictórico: «¿Quién es esa mujer retratada en el cuadro? No; no era cabalmente ella. Era la imagen que un pintor se había hecho de ella; una idea que se conformaba a una idiosincrasia que le era ajena». Irene rechaza su imagen reproducida en la pintura y se identifica mejor con su fotografía: «por eso le gustaba más esa fotografía que en un marco estaba sobre el piano», porque «Antúnez había tomado la fotografía». Irene, como la voz femenina de Farabeuf, es desdibujada por la mirada de un hombre. Salvador Elizondo dice en su Autobiografía: «Al final de cuentas, como escritor, me he convertido en fotógrafo; impresiono ciertas placas con el aspecto de esa interioridad y las distribuyo entre los aficionados anónimos». Para él, como para Baudelaire, la fotografía es más perfecta que la pintura; sin embargo el poeta simbolista francés se equivoca en el sentido de la perfección: la fotografía no es más real que la pintura, sino más verosímil. En ella no se trata de escribir o pintar ejercicios corpóreos; más bien, ajena a la mecánica o técnica corporal, es un «medio de expresión menos perfecto pero más verosímil que la escritura descriptiva», dice Elizondo en su ensayo sobre «Nicéphore Niépce».
Independiente del cuerpo, el relato del retrato fotográfico, a diferencia del pictórico, testimonia la carne más allá de la vida, como en «Los testigos». La fotografía es una mensajera de la muerte. Mantiene una relación más cercana con el espejo que con la pintura porque su grado de similitud es inmaculado. Para Salvador Elizondo, la cámara posee un ojo intimidante, profundo como un abismo; en la medida que muestra, manifiesta la debilidad somática y esquizofrénica de la percepción. «Decir que la muerte tiene mirada de cámara fotográfica es invertir los términos en que esa correlación se plantea: la cámara fotográfica tiene mirada como de muerte. ¿Tiene la muerte mirada de cámara fotográfica?», se pregunta en «Mnemothreptos». Es decir, dentro de la tradición occidental, Elizondo sitúa a la fotografía como una página más en la historia de la muerte.
Por esto, la fotografía es, tal vez, la más trágica de todas los artes. Es la imagen del ser para la muerte. Se dice que Nicéphore Niépce era aficionado al dibujo y a la litografía, pero estaba imposibilitado para desarrollar con pericia ambas cosas. Realizaba copias de obras de arte con la ayuda de su hijo, quien era un excelente dibujante. Cuando éste parte a la guerra, Niépce tiene la idea de fijar las imágenes a través de un proceso químico y no manual. La ausencia del hijo, su mano y cuerpo, debe ser reemplazada por la cámara oscura fabricada y mejorada a lo largo de toda su vida por el padre. Una sustitución técnica, como la del matrimonio entre Salvador Elizondo y Paulina Lavista, o la de Irene y Antúnez en «Los testigos». De esta forma, Roland Barthes, en pleno duelo a causa de la muerte de su madre, escribe su libro más importante e influyente sobre la fotografía, La cámara lúcida. En éste, estremecido por la fotografía del condenado a muerte Lewis Payne, quien intentó asesinar al secretario norteamericano de Estado W. H. Seward en 1865, Barthes se convulsiona: al ver la fotografía de niña de su madre, se dice a sí mismo que va a morir, pero la muerte ya ha tenido lugar desde el mismo instante en que fotografiaron a su madre; no importa si el modelo ya está muerto, la fotografía es su duelo. Esos dos sucesos confirman la catástrofe de la imagen, su manifestación mortal. Elizondo, en duelo, con sólo ver la fotografía sabía si el modelo estaba vivo o muerto. Sin embargo, a pesar de su característica aniquiladora, la fotografía surge como una pavesa, el rescoldo en la ceniza después del amor. La fotografía, más que ser realista, es romántica: narra y lamenta la pérdida que aún no acontece.
Si yo me fotografío es porque sé (a veces inconscientemente) que voy a morir. El breve instante en que el cuerpo se forja luz y papel me sobrepasa y me borra; tal imagen es la consecuencia de la vida. La anécdota de «El retrato de Zoe» es precisamente su desaparición, por lo que su imagen no es más que su ausencia: «No sé ni siquiera si ése es su verdadero nombre», dice la voz del narrador, y continúa: «Algunos me dijeron que así se llamaba; pero para qué te voy a decir que estoy seguro de ello si al fin de cuentas lo único que aprendí acerca de ella fue su ausencia». Este cuento narra la conversación de un hombre que amó a Zoe y otra mujer que ocupa el lugar de ella, no obstante que esta última no llena el hueco: el hombre que habla sigue seducido por el cuerpo eclipsado de Zoe. Y parece ser que su nueva amante está más interesada en saber de Zoe, pues en la medida que la conozca definirá su cuerpo y podrá sustituirla; la confesión del narrador parece una respuesta a una pregunta: «Quisieras, en realidad, que yo te diera cuenta precisa de todo lo que ha sido de ella y, sin embargo, sólo sé de ella lo que ya no sigue siendo». Pero como no existe otra posibilidad, sólo «puedo reconstruirla totalmente de lo que es su ausencia». «El retrato de Zoe» es la inmaterialidad de su ausencia, su no-fotografía; nada la contiene, nada la guarda, ni siquiera el recuerdo. La fotografía es un dispositivo del vértigo. Ella delata el gesto fuera de mí: es ojo que se muestra ante todos los demás como lo que ya no soy o estoy dejando de ser. Me traiciona a pesar de ser yo el único ser en su interior, cuando su única masa geométrica es mi carne. No indexa ni señala un figura real, sólo indica su desaparición literal. Es el comienzo de la muerte.
«Nuestros panteones personales tienen la forma de un álbum fotográfico y la fotografía no sólo impregna nuestra memoria y la historia en la que estamos situados sino que además, en su forma de arte —como el espejo de Mefistófeles— es capaz de mostrarnos la figura instantánea, sino la presencia concreta, en una forma fugaz, por fugaz ideal», continúa Elizondo en «Nicéphore Niépce». La fidelidad de esa «figura concreta» es epitáfica, lapidaria: describe lo que ya no soy pero seguiré siendo en su plataforma. La pregunta ya no es cómo soy en el espejo (cuestión por demás respondida en muchos textos barrocos) o cómo es mi rostro en la pintura, sino cómo es mi fotografía. Mi daguerrotipo, por ser una entidad ajena a mi cuerpo, pero que proviene de él, no es lo mismo que esta otra entidad llamada «yo». La cuestión óntica se multiplica. Es muy distinto el yo de la fotografía al yo fuera de la fotografía. El panteón personal es «la sutileza que la muerte imparte a todas las imágenes», escribe en «El desencarnado», un cuento que narra precisamente otra desaparición. La muerte no deja más que imágenes tras de sí: su huella es mi reflejo.
A diferencia de la pintura, que se acerca a la anatomía, la fotografía está más cerca de la autopsia; no organismo vivo, sino fósil luminiscente. Si para Elizondo la escritura precede la existencia porque la escritura corrobora la existencia, de igual forma la fotografía es una prueba de que estamos inscritos en un tiempo y en un espacio que no sólo nos sobrepasa, sino que también nos precede. Sin embargo, la fotografía guarda una diferencia con la escritura según asevera en el artículo dedicado a Nicéphore Niépce: «La fotografía nos otorga una prueba casi incontestable de la existencia de una realidad real dentro de la que estamos inscritos; da testimonio de todo aquello que se agita y vive fuera de nuestra consciencia». Ella precede mi muerte. Más adelante, Elizondo cita a Valéry: «¿Qué fin tiene describiraquello que por sí mismo se puede inscribir?». La foto no me (d)escribe, me inscribe y, por consiguiente, me nulifica: es un «vaciamiento, esa nulificación del objeto real mediante la luz que pretendía obtener de la realidad visible no su imagen y semejanza sino la huella y el recuerdo de su aparición», escribió en un artículo titulado «Manuel Álvarez Bravo: su obra más reciente». Al igual que el lenguaje, la fotografía sustituye a la cosa en cuestión, como un bautizo que, en lugar de nombrar la nueva vida, la lapida. Dice lo contrario de lo que afirma: «aquí está» significa «ya no está» o «ya no estará». Una micrometafísica: la ausencia del ser. En «Novela conjetural» comenta que «Se trata de una cosa que como cosa que finge su imposibilidad de ser entendida o como cosa que finge su imposibilidad de ser, es». Elizondo tomó esta idea de Stéphane Mallarmé, para quien «la imagen es la ausencia de la cosa y la cosa es el conjunto de cualidades de que carece y que la definen como cosa ausente, nulificada o, para emplear una expresión cara a Mallarmé, “abolida’”, devuelta a la nada de su inanidad», explica en el prólogo a un «breve especilegio» de poemas que tradujo de Mallarmé. La fotografía no cosifica, abole: me reduce a mi ausencia, mi resto absoluto.
La historia de la mirada y el relato infausto de la fotografía en Salvador Elizondo son un paseo por el cementerio. Y tal vez la fotogenia no sea sino la belleza y la disposición de algunas personas para entregarse a la muerte, para prodigarse en la podredumbre de su belleza, pues sólo es fotogénico quien responde con un gesto bello al ojo de la cámara. El adolescente Salvador incluso lo afirma así en Elsinore: «Tuve entonces por primera vez una sensación que luego se ha repetido a lo largo de mi vida y que no sé si es debida a una facultad común a toda la gente o propia de un efecto fotográfico mágico: la de saber, con sólo ver su fotografía, si el modelo está vivo o muerto». Esta certeza no radica en la polilla del papel ni en la plataforma borrosa del objeto, sino que esta certidumbre de muerte en la mirada estriba en la posibilidad de que esa fotografía será todo lo que resta de ese cuerpo una vez desaparecido.
La fugacidad del instante, cuando su lubricado motor gira y su obturador produce el suave desliz de su sonido, es eterna: clic: «Morir es un instante eterno, tal vez»; consecuentemente, «La muerte se produce, tal vez, en el instante en que la vida llega a su punto de máxima intensidad» («Ostraka»); por eso, «la fotografía no representa sino una mínima parte del horror» (Farabeuf). El supliciado chino, Fu-Tchu-Li, es capturado por la cámara justo en el instante en que ya no es un ser vivo ni un muerto, sino un moribundo. Una ingravidez posee al cuerpo; no está vivo ni muerto, se está muriendo —estar fotografiado es estar moribundo—. El «Teatro Instantáneo» del médico Farabeuf se convierte, igualmente, en la puesta en escena del momento agónico de la víctima. La afición por la «fotografía instantánea» de Farabeuf lo lleva a celebrar actos de tortura y desmembramiento en una búsqueda tribal del organismo y la memoria que guardan los músculos; su constante reiteración al «¿recuerdas?» y su obstinación sobre la memoria y el olvido, lo hacen decir lo siguiente: «La fotografía —dijo Farabeuf— es una forma estática de la inmortalidad», y ésta no se alcanza en vida, sino muriendo. Después: «Fotografiad a un moribundo —dijo Farabeuf— y ved lo que pasa. Pero tened en cuenta que un moribundo es un hombre en el acto de morir y que el acto de morir es un acto que dura un instante , y que por lo tanto, para fotografiar a un moribundo, es preciso que el obturador del aparato fotográfico accione precisamente en el único instante en que el hombre es un moribundo, es decir, en el instante mismo en que el hombre muere». Registrar la desaparición, lo que ya no está, es decir, narrar el recuerdo a punto de ser olvidado. Elizondo quiso dar crédito del fenómeno del olvido a través del registro, no de la omisión. «El desencarnado», que cuenta la historia de un hombre que muere arrollado por un auto y sus últimos minutos en la tierra antes de morir por completo, de desaparecer carnalmente, es la crónica de un moribundo: «Hay unos que empiezan a desaparecer mucho tiempo antes de morir». Para Elizondo, por consiguiente, la fotografía no roba el alma, sino el cuerpo: desencarna.
El cuento que mejor escenifica la concepción elizondiana sobre la fotografía es «Narda o el verano». Un par de amigos planean sus vacaciones de verano en una playa con un presupuesto tan escaso que deciden hacer un pacto para compartir una sola mujer. Conocen a Narda en un bar, donde se la ofrece a ambos Tchomba, un negro de grandes proporciones con ebúrneos y filosos dientes de tiburón; su cavidad bucal hace referencia a los versos de Alfred Tennyson que sirven de epígrafe al cuento: «They that had fought so well / Came thro’ the Jans of Death / Back from the mouth of Hell». Tchomba hace un trato con Max, el narrador, para que éste le tome una foto al sexo de Narda a cambio de un poema inédito de Ezra Pound. Después de una serie de acontecimientos sensuales y extraños, la fotografía es tomada y Narda huye, desaparece. Max y su amigo vagan desahuciados por los bares buscándola, pero nunca la encuentran. La mujer que no pudieron poseer desaparece con su imagen. «En realidad estaba perplejo pues el fogonazo del flash no había tenido sino un resultado incomprensible», dice Max. «La vida se había quedado congelada en aquella fotografía tomada con todas las agravantes. Narda se había quedado tan quieta ante ese violento orgasmo de luz que yo había producido que era como si se hubiera muerto en esa actitud». Al avanzar el verano, Max y su amigo se enteran de que el cuerpo de Narda, «lo que quedaba de ella», había sido encontrado a orillas de la playa: «Sangrante, medio carbonizada, purulenta; las manos arrancadas de las muñecas como por el tajo de un cuchillo sin filo; su cuello como si hubiera sido herido por una sierra de leñador». Narda fue desmembrada y su gesto, como el del supliciado chino, contenía una sonrisa mística, fotogénica, su «desnudez dorada de sol, de fuego, de incisiones rituales». ¿Por qué? «¿Qué misterio encerraba la huida de Narda ante aquella luz intensísima?».
La fotografía es una mirada: ojo que nos ve y nos piensa. El asunto ya no es cómo me veo, sino cómo me ve. Es la muerte observando. Si por un lado Roland Barthes supuso que la fotografía es siempre un referente y no existe vacío dentro de su marco, que siempre un objeto habita su naturaleza y que la fotografía de la fotografía es casi imposible, o al menos no existe hasta el momento un referente in absentia en su interior, por el otro Elizondo hace suponer que la fotografía de la fotografía (lo que se conoce técnicamente como contratipo) sería la mirada desnuda e inquietante de la muerte. Su guiño. Una mirada desde la oscuridad: la luz que nos borra. Esta metafotografía habitada por la luz, vacía, sería entonces su ojo claro y abierto. El retrato fotográfico niega al modelo porque su propio registro lo borra o, como asevera en su texto sobre Manuel Álvarez Bravo, «la cosa es la suma de lo que la niega». El origen de la luz, eso que ella misma no ilumina, es el ojo, hueco oscuro, guarida negra de la mortandad.
Publicado originalmente en Tierra Adentro, no. 209, noviembre 2015, pp. 52-58.