Sobre el estilo tardío de Alberto Manguel
Uno de los lugares comunes del arte moderno descansa en el culto a la juventud y la genialidad en detrimento de la sabiduría. Son dos cosas distintas: la sabiduría es un concepto que tiene que ver con la experiencia, con la edad, con la reflexión y la acumulación de la lectura. La Antigüedad está poblada de viejos sabios, de pensadores que parecen haber nacido barbados y calvos. En la modernidad, por el contrario, sobre todo en nuestra época de precocidad mediática, se ha sepultado la sabiduría y se aprecia, al menos desde Rimbaud, la figura del genio: la ruptura, la rebeldía, la vanguardia y la juventud. Los escritores de hoy no ansían volverse clásicos y parecen desbocarse por la contemporaneidad, por la innovación y la ruptura de la tradición. Piensan que, al romper con sus predecesores y no reconciliarse o reconocerse en ellos, alcanzarán la inmortalidad; pretenden enviar al futuro la imagen de su vigorosidad y no de su decadencia creativa. ¿A quién le interesa ser sabio, recatado y asceta cuando se puede estar mejor bajo las luces, en las portadas de las revistas, en las mesas de presentaciones y ferias del libro como la nueva revelación de la letras?
Sospecho que esta idea en el arte moderno y su injusto culto por la novedad, vanguardia y juventud, erróneamente asociados, se deriva de ese famoso ensayo de Adorno dedicado al Beethoven tardío, ya sordo y al punto de la muerte, donde escribe la aciaga frase que ha sido malentendida por repetida: “En la historia del arte, los trabajos tardíos son catástrofes”. Una frase que inspiró, por cierto, un famoso seminario en la Universidad de Columbia del crítico Edward Said, quien a principios de la década de 1990 lo tituló “Last Works/Late Style” y que una década más tarde, en 2006, fue publicado como Sobre el estilo tardío. Música y literatura a contracorriente. Para Adorno el estilo tardío, lejos de significar la decadencia del artista o la pérdida de su maestría, anuncia la síntesis de un trabajo previo y la obcecación por concluir otro trabajo que a final de cuentas, por leyes de la vida, siempre queda inconcluso, pero que por esta razón, por el desorden y el aparente fracaso que presenta, prefigura el arte por venir que completará aquello inconcluso. La obra tardía de Beethoven, fraccionada e “incompleta”, es el prefacio de la música moderna y predice la llegada de Schoenberg. Las obras tardías no son el estertor del artista sino el comienzo de algo, el prólogo que comenta el porvenir, y por tanto son excéntricas, fragmentarias y de renuncia: son el rechazo de lo normalmente aceptado porque son caprichosas. Said lo resume de la siguiente manera: “El estilo tardío acontece cuando el arte no abdica de sí mismo en favor de la realidad”. En otras palabras, cuando el arte reniega de lo convencional.
Alberto Manguel es un ensayista cuyo estilo nació con canas, viejo y tardío. Es un autor que no le da miedo ser clásico y sabio antes que moderno, barbado y gordo antes que joven y apuesto. No es que renuncie a su realidad ni a lo (pos)moderno, sino que los observa con una mirada clásica, diferida en el tiempo. Manguel es el tipo de humanista que (Harold Bloom lamenta) está a punto de desaparecer: piensa que algo tan devaluado como la lectura y los libros considerados clásicos pueden ofrecernos un sentido de la existencia en un mundo que se desboca hacia la constante necesidad de la innovación y la velocidad. Si en Historia de la lectura (libro que lo coloca, junto a Anthony Grafton y Roger Chartier, sin olvidar a Susana Zanetti, quien ha estudiado el tema en Latinoamérica, como uno de los estudiosos más importantes sobre el acto de leer en Occidente) explora la forma en que esa simple actividad fundó las visiones de pensadores que cambiaron la historia con sus ideas, ahora en su último libro, Curiosidad. Una historia natural, Manguel se presenta a sí mismo como un lector común, amateur más que profesional, que llevado por la curiosidad encuentra en los libros alternativas para las cuestiones esenciales de la vida, en particular uno: La Divina comedia de Dante.
Pero Curiosidad no es otro libro sobre Dante, sino un libro a propósito de Dante. En otras palabras, Manguel parte de La Divina comedia para asediar, no responder, preguntas sencillas que pudieran parecer trilladas: ¿quién soy?, ¿qué hacemos aquí?, ¿qué es un animal? o ¿por qué suceden las cosas? Digo no responder porque para Manguel la literatura “no es ‘la respuesta del mundo’, sino más bien un tesoro formado por más y mejores preguntas”. Preguntas incómodas, algunas, que ponen en el comal los valores éticos en que está sustentada la sociedad de hoy. La ética, me parece, es el tema que atraviesa todo el ensayo de un Manguel preocupado por los problemas que agobian la ciencias y las humanidades modernas, cada vez más en pugna. El feminismo, la bioética y el cuidado de los animales, la miseria económica, la obesidad informativa aparecen en las páginas de un libro que pasa, con la naturalidad que sólo los grandes ensayistas cultivan, de la confesión a la disertación filosófica y de la anécdota a la crítica literaria. De esta manera, al utilizar La Divina comedia para asediar esas preguntas, Manguel la eleva a categoría de un libro sagrado, no por su contenido religioso o dogmático, sino por la capacidad que ofrece a los lectores modernos de plantear preguntas clásicas para respuestas modernas.
Así, lo que Manguel se propone es ofrecer una antropología de la curiosidad con la amena exhaustividad que caracteriza su obra sin caer en el academicismo o la historiografía y, por el contrario, opta por el sinuoso camino del ensayo, por la confesión y la indagación de las preguntas que más lo seducen. Se deja llevar por la casualidad de los hallazgos antes que por rigurosidad de los temas. Para Manguel, las curiosidad nos reduce a lo más elemental de nuestra humanidad, es el origen de nuestras más memorables y amadas experiencias, pero al mismo tiempo puede ser el origen de sufrimiento y decepción. La curiosidad es la frontera de las limitaciones humanas, nos lleva a los extremos y a las profundidades. Dice Manguel en el segundo capítulo de Curiosidad que el héroe mítico Ulises representa (para Dante) la ambición por saber más, por cruzar una línea que rebasa nuestra capacidad y nos hace perder el suelo. La curiosidad que espoleó la condena de Ulises es la misma de Eva y de Pandora: “la divinidad confirió a la humanidad el don de querer saber más y luego la castigó por intentarlo”. Al mismo tiempo que nos eleva, la curiosidad nos pudiera arrastrar a la caída.
La curiosidad es el leit motiv de la Divina Comedia porque Dante, para contar su viaje por los círculos del infierno, el purgatorio y el cielo, recurre a las preguntas sencillas. Interroga, a veces inocente y otras maliciosamente, a las almas que se topa en el camino. Genera un diálogo que para Manguel es en donde radica la forma que se puede llegar al conocimiento: en la interacción humana que conduce a la mutua comprensión. Ser escuchado, pero también saber escuchar. Desde Sócrates hasta la sonda Curiosity, que explora la superficie del planeta Marte, la curiosidad ha moldeado la historia de los descubrimientos científicos y humanísticos porque espolea la inquietud por desear saber más, llegar a un punto para llegar a otro ad infinitum: “La pregunta de cómo encontrar la cura de enfermedades”, dice Manguel, “suscita la pregunta de cómo alimentar a un población que no deja de crecer y envejecer; la pregunta de cómo desarrollar y proteger una sociedad igualitaria suscita la pregunta de cómo impedir la demagogia y la seducción del fascismo; la pregunta de cómo crear empleos puede tentarnos a ignorar el respeto a los derechos humanos y la forma en que puede afectar el mundo natural que nos rodea; la pregunta de cómo desarrollar tecnologías que nos permitan manejar cada vez más información suscita la pregunta de cómo acceder, depurar y no abusar de esa información; la pregunta de cómo explorar el universo desconocido suscita la incómoda pregunta de si los sentidos humanos son capaces de comprender lo que descubramos en la Tierra o en el espacio exterior”.
El humanista y académico Robert Pogue Harrison dice en Juvenescence: A Cultural History of Our Age, un libro acerca del malestar juvenil de nuestra época, que mientras el genio libera las novedades del futuro, la sabiduría sustrae los legados del pasado pero los renueva en la medida que los transmite. Curiosidad puede leerse bajo esta premisa de Pogue y, más aún, me animo a decir que completa la tarea del gran maestro de Manguel: Borges. Esto lo infiero por dos razones. La primera, que tiene que ver con Manguel como lector, es la conocida anécdota que cuenta Pogue en la reseña del mismo libro: cuando Manguel tenía 16 años trabajaba en la librería Pygmalion de Buenos Aires, a la cual Borges acostumbraba a ir, pero ya rondando los 60 años, al igual que Beethoven, el viejo escritor estaba quedando ciego y necesitaba lectores. El joven Alberto se ofreció, a lo que Borges aceptó y lo citó en su departamento para que le leyera en voz alta, una actividad que duró de 1964 a 1968. Esa fue la graduación de Manguel como lector y los títulos de sus libros lo confirman: A History of Reading, A Reader on Reading, The Library at Night, A Reading Diary.
La segunda, se relaciona con la fascinación de Borges por Dante y la Divina comedia, un interés que se manifestó tempranamente en Borges y tardíamente en Manguel, quien dijo que comenzó a interesarse en el poeta italiano casi a los 60 años, casi la misma edad de Borges cuando se conocieron. El último libro de ensayos que Borges publicó en vida fue Nueve ensayos dantescos en 1982 (si se descuenta Atlas, del año 84, que son estampas de viajes que hizo al lado de María Kodama®), ensayos a los cuales cabe aplicarles la ley adorniana de la obra tardía: es un libro compilatorio, más memorioso que lúcido en algunos pasajes que el mismo Borges modificó y en cierta medida repetitivo que no agrega cosas relevantes. Es la obra de un anciano que relee en la misma forma que recuerda. A pesar de ello, lo que impera en los ensayos dantescos es, una vez más, la experiencia de Borges como lector: recuerda pasajes y los comenta, cita a otros autores y rememora momentos de su vida, dejando de lado la rigurosidad bibliográfica.
El Manguel lector, por el contrario, menos temeroso de la bibliografía sobre Dante, toma los cantos de la Comedia como mero motivo en la misma medida que Borges, mas no se limita a comentar sino que va más allá: ensaya el poema. Por un lado, Borges se centra en los detalles para llegar a una revelación metafísica o mística; Manguel, por su lado, se desentiende de la revelación y opta por la curiosidad, deambula al igual que Dante por los vericuetos del poema sin la intención de llegar a un final. Curiosidad es la obra que completa aquellos ensayos dantescos y es como si Borges, rejuvenecido, encontrara en la Divina comedia las nuevas inquisiciones de nuestro tiempo. Más que ser una “obra de madurez”, frase errada de la misma crítica contemporánea que relaciona la vanguardia con la juventud, Curiosidad es el posfacio de un trabajo previo, pero asimismo el prólogo de algo porvenir. Se coloca en el intersticio de las grandes obras que cierran y abren época, que no reniegan de la tradición sino que la integran, de forma crítica, en su naturaleza.
Publicado originalmente en Crítica (enero-febrero 2016), no. 168, pp. 186-190.