La ascensión de Octavio Paz según Domínguez Michael
Toda biografía es una máscara: relata una vida a partir de las manías no del biografiado sino del biógrafo; un espejo en el que se asoman las virtudes del primero y más aun los vicios del segundo. Octavio Paz en su siglo es una muestra perfecta de esta traición en el que afloran más las preocupaciones de Christopher Domínguez Michael que los motivos vitales de Paz. Aquí se narran las peripecias de un poeta en busca de una verdad política que el biógrafo, sumido en otro tiempo y otros debates, no ha podido encontrar o al menos, si lo ha hecho, es incapaz de aceptar. Sobre todo, este libro, como un evangelio, nos cuenta la historia de un ascenso. Intentaré explicar por qué.
Hay una pregunta que Domínguez plantea en el último capítulo que, en lugar de contestar, resume todo su argumento: “¿Murió Paz siendo ‘el gran intelectual de derecha de México’, como lo calificó el subcomandante Marcos? ¿Terminó por ser un liberal, un neoliberal o un neoconservador, inclusive, quien había comenzado siendo de izquierda?” Es una pregunta que Domínguez se hace frente a un espejo: ¿es un liberal, un neoliberal o un neoconservador, inclusive, quien había comenzado siendo de izquierda? ¿Son todos esos adjetivos necesariamente contrarios o se complementan? Para responder esta otra pregunta es necesario entender el recorrido que Domínguez propone y que es por demás simplista: la “conversión” del Paz socialista al Paz liberal; léase, la negación de los sueños socialistas del joven Paz en favor de un sueño más realista que es la democracia, atribuida al Paz más maduro. Domínguez resume toda la historia del siglo xx a un cuestión de inmadurez, de “desaprendizaje”: el desastroso final de las utopías socialistas sólo podía terminar a principios de la década de 1990, con la caída del Muro de Berlín y la debacle de la URSS, con la llegada inminente de una ideología filtrada y depurada de todos los errores del siglo xx, que es el liberalismo. Octavio Paz es el epítome de este proceso y Octavio Paz en su siglo es el relato de su ascensión.
Octavio Paz en su siglo no es aquello que Domínguez logró hace once años en Vida de Fray Servando, una investigación bibliográfica en donde la imaginación crítica priva lo documental y lo histórico, porque aquel libro ni es biografía ni es crítica. O si es crítica, es muy mala (a excepción, tal vez, del capítulo dedicado a El laberinto de la soledad, el cual sin embargo no agrega mucho a lo que la academia ha dicho al respecto). A pesar de que utiliza la misma metodología en ambos textos, o sea la de explicar al hombre explicando su contexto y su siglo (¿no es lo mismo que hizo Paz en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe?) me parece que los resultados de Octavio Paz en su siglo son por demás mezquinos. Con el pesar de Domínguez, me arriesgo a decir que su acercamiento a Paz, lejos de ser el de Boswell, aunque promete en el prólogo que utiliza su diario íntimo para recrear al Paz “real” de la misma forma que el inglés recurre a sus apuntes y recuerdos para hablar de Samuel Johnson, o el de la biografía académica donde se da cuenta en minuciosos detalles de la vida de un escritor, se acerca a los mamotretos, tanto en tamaño como en metodología, que Sartre escribió sobre Baudelaire, Flaubert y Jean Genet. No son biografías sino interpretación de biografías. Sartre, al comentar pasajes biográficos más significativos, o que él considera significativos, intenta, más que retratar a un hombre particular, llegar a un verdad universal. Los pone al servicio de su filosofía y por eso los traiciona. Quitemos la palabra filosofía y añadamos ideología: Domínguez pone al servicio de su ideología a Paz y, además traicionarlo, se traiciona a sí mismo como crítico.
Domínguez respeta al pie de la letra la famosa frase que Flaubert le escribió a su amigo Ernest Feydeau en una carta: “Cuando escribas la biografía de un amigo, hazlo como si te estuvieras vengando por él”. Octavio Paz en su siglo se lee como una diatriba de 600 páginas contra todos los enemigos del poeta y, por esto mismo, en vez de ser una hagiografía simula una apología. Paz tuvo enemigos concretos: feministas, políticos, ideólogos y por supuesto los escritores e intelectuales de izquierda. Por tanto, al colocarse del lado de Paz, la ideología de Domínguez es obviamente la contraria, que él considera erróneamente neutra: el liberalismo. Me atrevo a exagerar: la falsa biografía es una apología del liberalismo. De esta forma, en realidad, Domínguez es un intelectual que sufre una crisis y no sabe cómo afrentarla; no le convencen los nuevos discursos tecnológicos e ideológicos, lo decepcionan los movimientos deformes de la juventud contestataria y considera todo reciente pensamiento de izquierda como academicista y posmoderno (término usado por él despectivamente). En su intento por construir un nicho propio, recurre a su maestro (al igual que los demás pazianos) para encontrar sus respuestas: lo válida frente a la parvada de críticos, “los ignorantes y los mezquinos” (245) que han malentendido tanto la obra como la persona de Paz. Al validar a Paz, se válida él. Si Paz no estaba equivocado, si Paz revelaba una verdad metafísica al decir que el 2 de octubre de 1968 fue no un crimen de Estado sino un sacrificio metafórico de la Historia, si Paz no fue en los últimos 30 años de su vida un reaccionario cercano al poder del PRI, si Paz no erró al avalar el fraude del 1988, entonces Domínguez, y por demás lo otros acólitos, sus herederos, no están equivocados. Por lo tanto, el liberalismo ofrece el mejor de los mundos posibles: la democracia. Y Paz, en última instancia, es un mártir de ese mundo heredado: “a Paz, pasados los sofocos y las calumnias, se le acabó por reconocer públicamente como un sanador, el poeta taumaturgo de la democracia mexicana” (200).
El biógrafo “autobiografiado”
Domínguez llama a este proceso “evolución liberal” en una breve autobiografía donde narra su conversión de joven comunista a liberal “heterodoxo”. Vale la pena detenerse en ella para comprender los motivos detrás de Octavio Paz en su siglo. Una vez demostrados los horrores estalisnistas, los intelectuales, en la visión de Domínguez, deben dar un paso atrás y repensar el origen de esa maldad, es decir el marxismo. El marxismo y todas sus variantes posteriores, llámense leninismo o trotskismo, fue la verdadera raíz del mal que encarnó la era de Stalin en la URSS (¿acaso olvida que el liberalismo fue el origen de la otra variante del fascismo, en palabras de Arendt y Adorno, totalitarismo y nazismo?). Por tanto, dice el crítico, la única forma de reparar ese error histórico es renunciando del marxismo, pues al hacerlo se da paso a otra utopía que combatiría el autoritarismo, el fascismo y al Estado represor: la democracia liberal. Quien le devela esta epifanía es Ricardo Muñoz Suay, un veterano comunista y cineasta desencantado: “No bastaba, insistía Ricardo, en denunciar los horrores del comunismo y darse golpes de pecho por haberse dejado engañar”. De esta forma, concluye Domínguez, “copiando a Daniel Bell, que parafraseó a Eliot, me definiría yo como socialdemócrata en economía, liberal en política y conservador en estética…” Palabras tiernas por ingenuas de un crítico literario que piensa que la estética está separada de la política y, más aún, para alguien que reniega de los absolutismos y reprueba los autoritarismos resulta extraño que recurra a una palabra tan doctrinaria como “conversión”.
Domínguez argumenta su giro ideológico de la misma forma que el de Paz. Ambos, para convertirse, debieron pasar primero por un proceso de “engaño”, luego uno de duda para finalmente llegar a una epifanía. De la misma forma que Domínguez encontró a Muñoz Suay, Paz tuvo a lo largo de su vida varios maestros y amigos que influyeron en su pensamiento político. El primero fue Jorge Cuesta, poeta que a principios del siglo xx renegó tanto del nacionalismo, al igual que sus compañeros de Contemporáneos, como del marxismo que comenzaba a inflar los humores de la joven generación. A este tiempo Domínguez lo llama “década canalla”, frase tomada de un poema de Auden y de la cual se sirve para marcar un periodo que bien pudo comenzar con la Revolución Rusa y terminar, dice, con los bombardeos de Japón. El segundo hombre importante para Paz fue Victor Serge, un intelectual y novelista ruso partidario de los inicios de la Revolución y después un crítico del estalinismo, lo que le costó el exilio en varios países, incluyendo México (algunos biógrafos dicen que murió siendo comunista, pero Domínguez interpreta que tal vez se hubiera convertido en un “liberal anticomunista”, 127). “Serge, también, sembró en Paz otra raíz, que le permitió aceptar que el marxismo tenía un límite —cosa impensable en 1938 y aún sostenida por Sartre veinte años después ante el aplauso universal—, que no era un filosofía insuperable, ‘el humus de toda vida intelectual’”. La tercera influencia de Paz, asevera Domínguez, está divida en dos: el tardío George Orwell, otro renegado del socialismo estalinista, y Albert Camus, quien ha sido erigido como paladín del liberalismo (según Vargas Llosa). Camus es el disidente del marxismo a favor, dicen los liberales, de la libertad ideológica, literaria y democrática que se opuso al existencialismo programático y político de Sartre. Por último, Kostas Papaioannou, filósofo griego con quien Paz mantuvo una ardua amistad intelectual y que reconocería como una influencia “enorme” que “incluía no sólo al marxista que desde su tradición desmontó los sofismas tóxicos del comunismo” (165).
El año del ascenso espiritual
En la travesía política de Paz, 1968 sería el año fundamental de su transformación. Una vez descubierto el horror del fascismo soviético, de convivir e intercambiar ideas con los intelectuales disidentes del marxismo y de presenciar el radicalismo de la izquierda mexicana, “Paz descubrió la democracia y mucho más tarde se reencontró con el viejo liberalismo” (184). Asimismo, 1968, según Domínguez, fue el año de la coronación de Paz porque su renuncia al cargo de funcionario en la India, en respuesta a la represión de los estudiantes ocurrida el 2 de octubre por parte del gobierno mexicano, lo elevó a la categoría de “jefe espiritual”. Un concepto tomado del historiador argentino José Luis Romero que, sin entrar en obvios y muy justificados reparos de patriarcalismo, le sirve de comodín a Domínguez para justificar muchas cosas de la vida de Paz, entre ellas su colaboración con Televisa, su omnipresencia cultural, los apapachos de los jefes de Estado como Zedillo y su “influencia” literaria en los demás escritores contemporáneos, sean de izquierda o derecha, sea Monsiváis o Fuentes, sea Revueltas o Aguilar Camín: todos deben someterse, a regañadientes o contritamente, a las riendas del gran “jefe espiritual”. “Como figura, el jefe espiritual, suele ser figura pública, exóterica y hoy se diría mediática” (errores de coma son originales) y, a pesar de su perfección, adolece de algunos pequeños defectos: “es una figura de autoridad, expuesta al exceso, a la vanidad, al mesianismo, al fracaso filosófico” (413).
La renuncia de Paz, que fue simbólica meramente porque siguió cobrando su sueldo, fue decisiva para que se moviera de ideología: descreyó de la revolución socialista y comenzó a idear otra forma de entender lo sucedido el 2 de octubre que no fuera el radicalismo de izquierda. Postdata, el texto añadido a El laberinto de la soledad, es producto de este nuevo Paz: “se va alejando de las abstracciones marxistoides sobre la verdadera naturaleza del régimen priísta” (332). Para ello, Paz debe reinterpretar la historia en donde el Partido Revolucionario Institucional se convierte ahora en un salvador “del terror ideológico propio de las revoluciones” (332) que, décadas más tarde, considera como un mal necesario para la democracia por venir. Paz considera que la verdadera revolución por la cual vale la pena luchar es la democracia, mas esta lucha no vendrá de las clases bajas sino de las clase media educada (después desconfiaría de esta idea también). El rechazo de los intelectuales de izquierda, encabezada por Monsiváis, no se hizo esperar, mas Domínguez lo entiende igualmente como un rechazo ineludible para la consagración del jefe espiritual, una piedra en el calvario de la ascensión. Sin embargo, sin aportar muchos datos de la postura de Monsiváis (porque no importan: al final, este no puede sino perder ante el gran jefe espiritual), Domínguez dedica páginas al concepto de historiosofía con que Paz se explicaba el 2 de octubre, es decir construye todo un tinglado teórico para justificar la lectura de Paz en cuanto a este hecho histórico.
El debate de las ideologías
Las revistas que Paz fundó a partir de 1970 pertenecen a este periodo desencantado y ahí publicó a los grandes intelectuales disidentes y exiliados, muchos de ellos tanto de Europa del Este como de Cuba y otros países que sufrían dictaduras izquierdistas (raro que no le preocupen a Domínguez las de derecha, igual o peor de cruentas). Revistas como Plural y Vuelta fueron parte del gran debate que más tarde, con la llegada del posmodernismo, dudaron de toda historia y verdad metafísica. Cito: “No es que Paz pensara, como Fukuyama, en que el triunfo del liberalismo fuese el fin de la historia; sí era, para Paz, el fin del hegeliano-marxista de la historia”. A partir de aquí, desde su “conversión”, Paz quedó desconectado del pensamiento vanguardista de la nueva izquierda que, en lugar de someterse a los designios del desencanto, reformuló las formas de lucha que sus discípulos pazianos, tan propensos a la obediencia espiritual, también han rechazado. Ejemplo de ello es el mismo Domínguez, quien en numerosas columnas ha despotricado contra la posmodernidad confundiéndola con el academicismo. Así, Paz, en lugar de aferrarse a una nueva verdad, opta por la poesía: ella es la única que ofrece una alternativa ante un mundo radicalizado, mercantilizado y tecnócrata. Su principal preocupación en esta época, según Domínguez, fue la relación de la poesía con la tecnología y en lugar de replegarse intentó usarla para su beneficio. Con este argumento Domínguez justifica su colaboración con Televisa: “A muchos de sus odiadores, que no lo leían en Vuelta o habían dejado de hacerlo, les era suficiente con descalificarlo por hablar en la odiada televisión privada. Pero él, que había meditado sobre la relación de la poesía con la tecnología, no podía privarse de usar, como intelectual y como poeta, los medios audiovisuales” (395).
Asimismo, Paz pone sus esperanzas en Estados Unidos, país que visitaba durante sus estancias en universidades, porque en esa sociedad “plural” vislumbraría lo que sería la democracia. En este país (¿el que apoyó los golpes de Estado en Chile y las dictaduras más crueles de Latinoamérica?) Paz termina de afirmar su liberalismo, lee a los clásicos como Tocqueville, liberal francés que colocaba a la democracia por encima de la igualdad, decía, porque el pueblo prefiere la igualdad antes que la democracia, aún si aquella se presentara en la esclavitud. Gracias a esto, 1988 sería otro annus mirabilis para Paz porque, una vez más, como el ángel Gabriel, vence sus “odiadiores”. Es el año del gran fraude electoral. Paz, e incluso otros enemigos como Aguilar Camín, están conformes con el resultado de las elecciones más controvertidas de los últimos 25 años en México. Paz mostró su total apoyo a Carlos Salinas de Gortari porque lo veía como un gran reformador, liberador de la economía y prudente en cuanto a las obligaciones del Estado, y al PRI como un mal necesario que contenía las amenazas del populismo y de la colectividad enfurecida que le recordaban las tragedias socialistas del siglo que moría. De nuevo, para explicar esta postura, Domínguez recurre a un juego de palabras: Paz, en un acto de abnegación, dejó de lado la moral de las convicciones por una moral de la responsabilidad. ¿Qué es esto? Aceptar los resultados de las elecciones porque la oposición, representada por el PRD, en lugar de tener un proyecto democrático sólo anhelaba asir el poder, mientras que el PRI, al mantenerse en él, ofrecía la posibilidad de una democracia que sin duda, como lo ve Domínguez, terminó por llegar en el año 2000. Para Paz, la misión del PRI, como hijo de la Revolución, no podía terminar con la llegada de la izquierda abruptamente, sino con la de una democracia liberal que necesitaba madurar. El tiempo del PRI, el ogro filantrópico, aún no había concluido.
El poeta de la democracia
De esta forma, para 1994, año en el que surge el movimiento del EZLN en Chiapas, la imagen de Paz en un México ya instalado en pleno neoliberalismo, ha sufrido un desgaste del cual no podrá recuperarse, aun y con el Nobel bajo el brazo. Muchos le han dado la espalda, al contrario de lo que sus seguidores aseguran, entre ellos el mismo Subcomandante Marcos. Paz intenta participar en el debate que surge con el EZLN, pero es una voz en el páramo: su inseguridad de la revuelta, sus sospechas y su miedo de la colectividad, un miedo patológico que todo liberal contemporáneo comparte hoy en día porque les traen recuerdos de un pasado fascista, le impiden dialogar con la nueva propuesta de guerrilla que, en su momento, resultaba seductora. Domínguez se niega a aceptar este hecho y piensa que el ninguneo de Marcos hacia el poeta Nobel es sólo una estrategia política porque prefiere acercarse a los escritores cercanos a su ideología. El jefe espiritual, otra vez, prefiere dar una lección, según Krauze, citado por Domínguez: “el liberal en Octavio, el liberal moderno que quería una reforma política digamos concertada, paulatina en México, tomó su distancia del zapatismo, y no dejó que su simpatía y sus razones privaran sobre su razón”. Paz y Domínguez ven en el EZLN una continuación del discurso maniqueo de la izquierda viciada que tanto habían combatido, pero no lo conciben, por ejemplo, como producto de una política neoliberal que por décadas había marginado a la población indígena en Chiapas. A los liberales les enfurece más la vía de lucha que la causa de ella. O, al menos, son ambivalentes al respecto.
Al final de cuentas, el movimiento neozapatista en realidad no tuvo ninguna repercusión importante, dice Domínguez, y Paz no sintió ninguna mella: en la última década de su vida, él seguía ascendiendo al cielo: “Renuncio a los dogmas económicos de su juventud y si ser neoliberal significa batallar por la sociedad abierta, Paz lo fue, habiendo puesto toda su jefatura espiritual a favor de ella”. Lo único que debía sufrir es ser “secuestrado por la generosidad del presidente” Zedillo, un político en el cual Paz encontró a un Salinas mejorado. Las últimas páginas de Octavio Paz en su siglo son enternecedoras: “Paz no tenía hijos funcionales (un problema médico de Marie José lo impidió) y tocaba al Estado mexicano, como lo entendió Zedillo con afecto y gallardía, acoger al jefe espiritual de nuestra cultura”. Su muerte en 1998 anunciaba el nacimiento de la tan anhelada democracia por la que tanto fue vituperado, malentendido, calumniado y odiado. Su misión había concluido y ahora sus seguidores, tal y como se presentan en la cronología de Domínguez, pareciera que se han adjudicado la tarea de ponerlo en claro.
¿Y la literatura?
Octavio Paz en su siglo se puede leer, en el mejor de los intentos, como una biografía política donde la literatura pasa a segundo plano. Domínguez sí habla de la obra de Paz, pero la interpreta en función de su relato político, demostrando y contradiciendo la supuesta separación entre política y literatura desde la que él pretende escribir. Paz, dice, es el poeta más conocido e influyente de la literatura mexicana: ¿es verdad? Domínguez, para fundamentar esta idea, recurre a las cuantiosas amistades que Paz cultivó a lo largo de su vida, que no fueron pocas y mucho menos poco importantes. Su cosmopolitismo, su abundante correspondencia, sus viajes (exagerados in extremis como el de Japón), sus revistas, sus congresos a favor de la libertad y sus apariciones mediáticas comprueban que ningún otro poeta ha influido tanto en la historia de la literatura mexicana. Lo que cabría preguntarse es si las amistades agregan o quitan, influyen o silencian, demuestran o traicionan la grandeza de una obra. ¿De verdad la influencia literaria se mide por estos parámetros? Domínguez, al escribir desde la fidelidad, sin atreverse a contradecir a quien nombra con el epíteto de “jefe”, sin importar que tan etéreo o espiritual resulte, podría responder positivamente a esa pregunta.
Por otro lado, el biógrafo no aporta ningún otro dato para demostrar que algún poema o libro de Paz haya influido grandemente en la literatura mexicana o latinoamericana, no se diga de otras lenguas (sin duda debe haber influido) sino que lo da por descontado porque Paz es, una vez más, un “jefe espiritual” sobre quien revolotean todos los demás escritores. En este sentido, las amistades de Paz son otro tomo de sus obras completas. Y es en este punto Domínguez también demuestra un cierto conservadurismo estético: cree que la literatura orbita alrededor de un “jefe” y desconoce toda la fauna diversa, las estéticas disidentes, secretas, excéntricas y silenciadas que se producen en la sombra de la literatura oficialista. Más aún: piensa, al enarbolar a Paz como el poeta de la democracia, que la literatura es servil de un ideología. Es algo que Juan José Saer, un grandioso disidente del debate cubano y lector de los nuevos filósofos que Paz ya no estudió atentamente (y al parecer tampoco sus herederos), vislumbró en la intelectualidad latinoamericana, la cual caía en un error ingenuo; a saber, el de desmitificar una ideología a través de otra ideología, la de creer que siempre se escribe desde un punto neutro cuando en realidad se es un verdadero militante. Paz, en realidad, nunca dejó de ser un militante: ni en su juventud, ni mucho menos en su madurez y senectud. Defender lo contrario es creer que se escribe desde un punto más allá de la realidad; y aceptarlo, en cambio, abre nuevas perspectivas críticas, mismas que desgraciadamente Domínguez clausura tanto sobre la persona y la obra de Paz.
Texto rechazado por varias revistas.