Piglia, el crítico conversador
Que no se olvide: Ricardo Piglia es autor de uno de los libros de crítica más importantes de finales del siglo pasado; se titula Crítica y ficción y se publicó en 1986. Compuesto en su mayoría de entrevistas publicadas antes, durante y después de la dictadura —reeditado varias veces con addenda—, con este libro Piglia complementa lo que he afirmado en otras intervenciones: la crítica literaria tiene varios géneros que como la lírica, el drama clásico o la novela, viven su apogeo dependiendo de las preguntas que cada época erige para poder explicarse a sí misma. A veces en forma de Cábala, de tratados, de ensayos, de glosa, de cartas o de traducción, la crítica ha gozado de una historia compleja que hoy es poco atendida y explorada por los académicos y periodistas culturales adictos al articulismo, al reseñismo y la entrevistitis —donde su pereza es tanta que, en lugar de cuestionar, confrontar o interpretar, prefieren que el autor explique su obra: ¿cómo la escribió, qué estaba leyendo, qué significa su historia…?—.
Piglia ha recurrido a varios de esos géneros, como el diario de lectura en Formas breves o el ensayo en El último lector, pero ha sido fiel a uno muy inusual: la conversación. Crítica y ficción es sólo un ejemplo, y podría incluir Diálogo, una serie de magistrales conversaciones sostenidas con el otro gran novelista argentino Juan José Saer y con estudiantes de la Universidad del Litoral. Su último libro, aparecido en medio de la tan esperada publicación del primer tomo de sus diarios —anunciados por él mismo desde hace décadas—, desde el título, prosigue con la tarea que Piglia ha realizado como crítico y profesor de literatura argentina en Princeton: La forma inicial. Conversaciones en Princeton resume y a la vez prefigura el papel del que ahora es considerado, casi por unanimidad mediática, el escritor argentino vivo más importante, pero que yo prefiero llamar clásico atendiendo la distinción que hace Barthes entre modernos y clásicos: en los últimos se concentra la figura del autor, editor y crítico, mientras que en la modernidad esas funciones se han escindido. Piglia es un clásico en este sentido: ha sido autor de libros de ficción excepcionales, editor de novelas policiacas y crítico —o conversador— literario.
A pesar de que ambos libros tienen el mismo formato conversacional, existen diferencias en cuanto a los temas o preocupaciones de Piglia como autor, lector y profesor. Crítica y ficción, por ejemplo, no fue un libro aislado sino que orbitó en una constelación de textos posteriores a la resaca de los años 60, los años del boom, del escritor comprometido y la Revolución cubana. Época en la que la literatura argentina estaba trenzada, según el crítico José Luis de Diego, entre Cortázar, modelo intelectual revolucionario y autor de la novela generacional Rayuela, y el redescubrimiento de Borges, el escritor indiferente y dubitativo de la realidad que se negó, por lo demás, a escribir novelas. Una dicotomía que sólo pudo dirimirse gracias a la triada integrada por el mismo Piglia, Saer —su Por una literatura sin atributos, más tarde integrado en El concepto de ficción, es libro gemelo de Crítica y ficción— y la crítica y teórica Beatriz Sarlo, quienes en los años 70, ya en plena la dictadura, con la revista Punto de Vista, plantearon nuevos debates. En sus páginas, los dogmatismos de deshicieron y se comenzó a discutir la Escuela de Frankfurt, sobre todo Adorno y Benjamin, el postestructuralismo, Foucault, Bordieu y los papeles del mercado editorial y el Estado en la producción, circulación y crítica de la literatura. Preocupaciones que se reflejan sobre todo las entrevistas que integran Crítica y ficción: ahí Piglia ya no deshace el nudo Cortázar-Borges, sino que lo pasa por alto y voltea hacia Arlt y Onetti, rechaza el realismo mágico o comprometido y prefiere editar novelas policiacas —género que, según él, perfeccionó el realismo socialista—, teoriza la relación Estado-literatura y las batallas de la ficción con las historias oficialistas. En suma, prefiguró todo el panorama político cultural y demostró al mismo tiempo su capacidad crítica para entender y, más aun, para escribir de su tiempo.
En La forma inicial todavía se pueden rastrear algunas de aquellas obsesiones y asimismo se percibe a un Piglia que, aunque veterano, se esfuerza por comprender la realidad tan cambiante que está experimentando el oficio del escritor. A diferencia de otros autores veteranos que no han sido capaces ya no de entender sino de pensar realmente el contexto donde se mueve la literatura contemporánea, como Vargas Llosa, Umberto Eco o el lamentable caso de Pérez Reverte, el argentino está dispuesto a replantear tanto el papel de la literatura como del escritor en la sociedad neoliberal, cibernética y consumista. No cae en extremismos ni levanta el puño maldiciendo el cielo, sino que mantiene una postura prudente. “Muchos”, dice, “confunden cambiar con envejecer”, y sus ideas acerca de la literatura, lejos de estancarse en un conservadurismo estético, aparecen renovadas en La forma inicial, mas esto no quiere decir que Piglia se haya lanzado al ciberespacio para escribir novelas en Twitter o calificar con estrellitas sus lecturas en Goodreads. Al contrario: incorpora estas plataformas y sus discursos para ponerlos a trabajar a favor de la literatura, y no al revés.
Cuando habla de la relación entre tecnología y las formas de escribir y leer, acepta que las cosas se han alterado, mas rehúye del entusiasmo desbocado: lo que se ha acelerado es el consumo y el acceso a la información y a los textos, no en sí la habilidad lectora; nos hemos convertido en lo que Macedonio Fernández llama el “lector salteado”, pasamos de un texto a otro, de una ventana a otra, un zapping de lectura apresurado, pero lo esencial permanece: “Leer ha sido siempre pasar de un signo al otro. Puede haber cruces, cortes y virajes en la linealidad, pero la construcción del sentido, el modo de designar los signos al leer, no ha cambiado”. El lector contemporáneo, según Benjamin, citado por Piglia, domina la “percepción distraída”, o lo que las grandes corporaciones y la psicología del éxito promocionan como human multitasking. El internet sólo ha sido una modificación del gesto corporal de la lectura de la misma forma que la invención de la luz eléctrica permitió leer de noche o los largos viajes en tren que exigían del lector una postura y una paciencia —en El último lector llega a decir que “la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física”—. La ventana de la computadora es sólo una materialización por condensar todos los sentidos, una “simultaneidad absoluta” que, por cierto, nos recuerda Piglia, ya lo había prefigurado Joyce en Finnegans Wake al concentrar las palabras para hacerlas multi-referenciales —o, por decirlo elegantemente, rizomáticas—. “Cada frase del libro”, dice de Finnegans, “remite a todas las lenguas y a todas las referencias y abre todos los sentidos posibles”. Finnegans Wake es el libro de nuestra época y no es una casualidad, dice, que haya sido el primer libro comprado en Amazon, la plataforma que ha puesto en jaque la naturaleza del libro no sólo como objeto sino como mercado.
En una conversación con estudiantes —uno de ellos por medio de Skype— posterior al acto de firmar su testamento, en una habitación, Piglia se ve obligado a reelaborar su preocupación por el binomio Estado-novela que atraviesa casi toda su obra. Para él, testigo histórico de dos dictaduras en Argentina, el Estado y la literatura son antípodas desde el momento en que ofrecen dos versiones de la realidad. El estado coopta todos los relatos que circulan en la sociedad para generar una narración que lo valida, y a veces censura y otras más oficializa los relatos en pos de una verdad histórica. Para gobernar el Estado necesita crear creencias y se ve en la necesidad de construir ficciones de la misma manera que el novelista. El internet, dice Piglia un tanto ingenuo de las políticas de privacidad que regulan la gran red, cambia las reglas del juego desde el momento en que los relatos se viralizan y se autogeneran a cada instante en distintos espectros, lo que hace casi imposible controlarlos. Y la literatura, al estarse creando a través de estos nuevos canales ya no puede leerse como se leía antes, porque ahora sus plataformas de circulación y consumo son muy distintos. Aunque no logra realmente comprender del todo esta nueva situación, se agradece que un autor como Piglia al menos se esfuerce por abrir su pensamiento en lugar de lanzar diatribas contra la nueva generación de escritores que utiliza la tecnología para escribir y hacerse leer.
Por último, al estar compuesto el libro de conversaciones con estudiantes, se percibe, además de un lector apasionado, a un profesor que no tiene problemas con su oficio en el extranjero. Mientras que en México todavía los escritores no se concilian con la academia por razones que la mayoría de las veces son más prejuicios que verdades certeras, en la Argentina ambas funciones se han fusionado con naturalidad —desde Borges, Saer y Sarlo hasta más jóvenes como Martín Kohan o Sergio Chejfec han sido profesores de literatura—. Piglia contesta las preguntas de sus estudiantes “graduados” —así lo dice— no como escritor sino como maestro; esto no quiere decir que en el fondo sus curiosidades literarias, sus autores preferidos o sus obsesiones no afloren en las respuestas que ofrece, sino que se preocupa por argumentar históricamente —no es víctima del desenfreno del gusto—, dialogar y retractarse. Sus lecciones se centran en la forma y no en el significado, pues él mismo se coloca en la tradición de escritores que ejercieron la crítica, como Pound, Paz o Sontag, autores que “se interesan más por la construcción que por la interpretación, se preguntan cómo está hecho un libro antes de preguntarse qué significa”. Pero, esto tampoco quiere decir que Piglia se interesa en formar escritores al develar la manera en que, por decir, se guarda un secreto en la nouvelle —tal vez su género preferido— o cómo Onetti construyó Los adioses; de hecho, hace una demarcación entre lo que él hace y los programas de creative writing que pululan en los departamentos de literatura en Estados Unidos. Él prefiere dar a los estudiantes una clase que parezca menos un taller que un complemento de su formación clásica porque así, al estudiar la historia de la novela y sus ideas, se puede tener un panorama más amplio de lo que quieren escribir.
En Formas breves Piglia dice que la crítica que un escritor escribe es el espejo secreto de su obra, o sea, la crítica de los escritores es una confesión que se hacen a sí mismos; se ponen frente al espejo para luego romperlo, para ocultar los restos de su persona. Las conversaciones de Piglia pueden entenderse como un espejo roto: en ellas el autor se devela fragmentariamente, se confronta a sí mismo frente a nosotros y, en lugar de enseñarnos a leer, siguiendo la palabras de Faulkner que dicen que aprendió a leer cuando escribió El sonido y la furia, la crítica que Piglia escribe es la autobiografía de un gran lector, pues en la crítica el escritor no escribe sino que lee: se concilia con eso que lo llevo a tomar la pluma o la computadora para ponerse a escribir.