El estado de los premios
Ha corrido tanta tinta sobre la situación de los premios literarios en México que ya no importa si se está en contra o favor de ellos, si se trata de un mecenazgo, de una política cultural fallida o si tenemos, y no lo reconocemos, a uno de los gobiernos más abiertos a la crítica, generoso y dispuesto a apoyar incondicionalmente a los nuevos talentos artísticos. Lo innegable es que, positiva o negativamente, no se puede separar la historia de la literatura contemporánea, al menos desde hace 20 años, de las becas y los premios literarios otorgados por el Estado. Mas pretender que se trata de fenómeno reciente es una falacia: lo que antes eran los puestos burocráticos ahora son las becas de jóvenes creadores, lo que antes era un agregado cultural en alguna embajada ahora es un creador con trayectoria y lo que antes era un diplomático ahora es un miembro del Sistema Nacional de Creadores. De ahí han salido varias de nuestras mejores plumas y, verdad sea dicha, también han engendrado ciertos monstruos que se pasean por las páginas de las revistas como los redentores de la tradición mexicana tan solo por que han sido merecedores de un premio nacional y luego han logrado amarrar un contrato con una editorial medianamente comercial para su segundo libro (que la mayoría de las veces es un rotundo éxito mercantil, pero un fracaso estético).
Por esto, al leer tres obras premiadas el año pasado que llegaron a mí casualmente, me llevan a hacerme algunas preguntas morbosas: ¿ganar un premio significa necesariamente haber escrito un buen libro? ¿entregar tantos premios o becas es síntoma de una literatura robusta y de buena calidad? ¿limitan los premios literarios la experimentación y “evolución” de las formas literarias? Tres libros, tres premios: un libro de cuentos, Gloria mundi de Noel René Cisneros, ganador del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri; un ensayo, Todo retrato es pornográfico de Yunuen Díaz, acreedora del Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos; y una crónica, El paralelo etíope de Diego Olavarría, Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay.
La historia como pretexto
Dijo Alfonso Reyes que uno de los miedos más terribles de un escritor es ponerle título a sus libros porque al hacerlo pareciera lanzarles una bendición o una maldición, un bautizo o un conjuro. “Témese al hacerlo”, dijo, “echar sobre el libro la sombra de un hado funesto”. El libro de Noel René Cisneros es un ejemplo adecuado de este miedo porque desde el título ya denota una propuesta estética arriesgada: hace falta ser, además de valiente, muy idealista ponerle un título como este a un libro: Gloria mundi. El nuevo liber pontificalis. Voy más lejos: escribir un libro de cuentos, ponerle un título latino y encima esperar ganar un premio cuando se habla de algo tan inusual como la historia de los papas. Y no sólo eso: escribir un libro de cuentos sobre la historia de los papas, titularlo en latín y después tener la esperanza de ganar un premio de cuentos con un libro que en realidad no es de cuentos. Y aquí una de las paradojas de los premios: este libro pone en evidencia la limitación de las convocatorias que sólo priorizan los géneros canónicos y dejan de lado escrituras que ya no caben dentro de esa categoría o porque simplemente son otra cosa que las instituciones culturales, jueces y críticos literarios prefieren seguir llamando, por pereza, novela, cuento, ensayo y poesía.
Gloria mundi está compuesto de viñetas narrativas, pinceladas de gestos, momentos significativos u ordinarios de los papas más famosos o menos conocidos de la historia del Vaticano. Cisneros, más que interesarse en la importancia de los personajes que habla, se enfoca en sus manías, miedos y preocupaciones. No se ve a un Alejandro VI fornicando con su hija o a un Estaban VI que odiaba tanto a su predecesor, Formoso, que desenterró el cadáver de éste, lo vistió con hábitos papales y lo sometió a juicio por sus pecados cometidos en vida. Se retrata, por el contrario, a un Borgia ajeno a las intrigas y ambiciones políticas que marcaron su papado (que hicieron escuela) y que ha dominado toda la narrativa tremendista sobre él para mostrarnos a un padre conmovido por la inocencia de su primer hijo, Juan Borgia, y a un pontífice en la intimidad de su recámara, hastiado de ejercer su poder sobre el mundo conocido, que encuentra bondad y consuelo en los ojos de su pequeño sabueso. Un Simón Pedro arrepentido de seguir a Jesucristo en un momento que pasa hambre, como cualquier mendigo, se superpone a las preocupaciones teológicas que pudieran achacársele: dejó el calor de su mujer y la seguridad de su oficio para jurar fidelidad a un hombre que no explica sus razones: “Señor, ¿por qué me elegiste?, ¿por qué tuve que verte cuando triunfaste sobre la muerte?” Con una prosa precisa y poco adornada, Cisneros define a los papas por sus nimiedades antes que por sus proezas, sean estas piadosas o terribles, y nos los muestra desnudos, a veces ufanos y otras veces temerosos de su destino.
Como historiador, Cisneros demuestra un conocimiento exhaustivo del tema y hace guiños para que saber a cuál papa retrata y a cuál periodo momento histórico se refiere, mas al ser el papado la institución más vieja de Occidente a veces resulta un poco difícil discernirlo, por lo que exige una lectura más allá de los márgenes del libro. Gloria mundi, a pesar tener una temática definida, pone entre paréntesis la historia porque rebasa la característica del género, quiero decir, toma a la historia como un pretexto antes que como un contexto, de ahí que renuncie a la narración del cuento para condensarse en un episodio particular. Se trata de un libro arriesgado por esta razon: al haber optado por cápsulas narrativas Cisneros renuncia a la narrativa histórica latinoamericana que desde hace tres décadas, al menos, sigue llamándosele “nueva”, y no se sienta cómodamente en el género histórico para dejar que el contenido y convenciones literarias hagan su trabajo de escritor. En la misma línea de la Yourcenar de Las memorias de Adriano, Gloria mundi no tiene como objetivo recuperar una época sino representar una situación o sensibilidad humana accidentada por ese patronato llamado papado.
El ensayo ingenuo
Todo retrato es pornográfico demuestra una cierta apertura de los premios literarios para otras formas que antes estaban completamente fuera de sus límites. Los premios de ensayo dan prioridad a esa especie de selfie literario llamado “ensayo creativo” (whatever it means) tan manido por los autores millenials. Son ensayos preciosistas carentes de ideas donde el joven creador nos habla de su infancia, de sus lecturas y manías y donde cada párrafo es cerrado con una frasesita cute, chispeante, o en el mejor de los casos con una cita extravagante del autor de moda. Sorprende que un libro como el Yunuen Díaz resulte ganador de un premio de ensayo en un país donde se relaciona, erróneamente, lo teórico con lo académico, lo cuadrado y cerrado, la falta de imaginación y creatividad. La mayoría de nuestros columnistas, sean críticos o creadores, apenas leen la palabra “teoría” les salen ronchas en la epidermis, como una armadura, para protegerse de todo aquello que requiera un razonamiento más elaborado, intelectualizado y donde las citas y nombres de filósofos y teóricos apoyen las ideas propias. Vaya, que si a estos columnistas y jueces de premios se les presentara un libro de Roland Barthes o de Judith Butler inmediatamente lo descartarían por ser “demasiado” teórico sin importar que lo que dicen, de hecho, repercute mucho más en la realidad política y social que la creatividad de una joven promesa.
Sin embargo, hay que reconocer que a veces estos prejuicios tienen algo de verdad, y este es el inconveniente de Todo retrato es pornográfico. Su problema no es que sea un ensayo de diez para pasar una clase de teoría del arte o de la imagen, su problema es que no supera esa cualidad y se queda en la mera enunciación teórica sin ir más allá de su maraña conceptual. No faltan aquí las neologismos chic, los nombres clásicos de la teoría y la interdisciplinariedad que, en el caso de Díaz, es la conjunción de la crítica del arte con las ciencias naturales. No pueden faltar palabras como “palimpsesto”, “sinapmorfia”, “trangresión”, “autosexual”, prét a porter, “histología”, “filogenética de la selfie sexual” (!), “Nacirso 2.0”. Asimismo, un ensayo como este tampoco podía estar completo sin los posts: postsexual, postproducción, postprivacidad, postmoderno, postorgiástico, etc. Sin olvidar, por otro lado, los nombres ya esperados: Freud, Deleuze, Foucault (¡claro!), Baudrillard (¿cómo olvidarlo?), Bataille, Butler, Maffesoli, Žižek (¿pensaron que no fue invitado a la fiesta?).
Pero, en lugar de reproducir lo mismo que critico, prefiero discutir las ideas del libro y no juzgarlo tan sólo por ser un ejercicio teórico. El argumento de Díaz, en groseras palabras, es el siguiente: se ocupa de documentar las prácticas sexuales contemporáneas a través de la pululación de las imágenes y las compara con el peculiar comportamiento sexual de los bonobos. Sueña con la orgía de la liberación que nos guiará a la revolución y donde el arte será el ejemplo a seguir: “me gusta pensar que podríamos ser como los bonobos, apareándonos sin otro motivo que compartir”. Al final de Todo retrato es pornográfico se atreve a sugerir que el sexo sin desenfreno nos hará una sociedad más igualitaria, como sugería Wilhelm Reich, mas yo no imagino a las corporaciones multinacionales, a las democracias neoliberales ni mucho menos a la industria de la pornografía, el sexo y la trata de personas ceder un paso ante tales fantasías. Al contrario, creo que se alimentan de ellas.
Uno de los defectos de este tipo de ensayos no es, como creen los teorifóbicos, su forma sino su contenido. Ensayistas como Díaz sostienen que la sexualidad es la única forma de liberación política que el individuo contemporáneo debe conquistar y siguen explotando al Foucault cultural pero ignoran al político, que es el más interesante y mucho más polémico. Los críticos de este último Foucault, tan afecto al neoliberalismo, como Mandosio, Debray y recientemente Daniel Zamora acusan al francés haberse definido como sociétaly no social, es decir como socio-cultural y no socio-económico, de incomunicar los vasos entre lo político y lo económico para enfocarse simplemente en la historiografía de las prácticas culturales. Así, creo que Díaz erra no en sus ideas, porque sus comparaciones son interesantes, tampoco en su estilo, porque algunos párrafos son memorables, sino en su ingenuidad política y económica para sostener sus propuestas. De ahí que su ensayo, más que tener el grito transgresor que proclama dildos, penes, vaginas, incesto y demás parafilias en la calle, sea más bien el murmullo de una académica leyendo en su cubículo (lo que, por supuesto, no es condenable: es un trabajo decente y, al contrario de lo que creen algunos, con muy pocos privilegios).
La crónica (no) turística
El Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay es el más joven de todos: fue creado en el 2015 y, a diferencia de los previos, hay que reconocer que es un estímulo necesario para promover un género que podría definir toda la literatura latinoamericana al menos desde hace dos siglos, pero sobre todo desde los años 60, cuando cobró importancia gracias a los intelectuales de izquierda fieles a la Revolución Cubana que rompieron con los escritores del boom y promovieron la crónica como una forma alternativa a la novela. A más de ello, la crónica ha demostrado, mucho mejor que la novela contemporánea en México, abarcar y retratar la realidad nacional de las dos últimas décadas. El ganador de este primer premio fue el periodista y cronista Diego Olavarría, quien lamentablemente, lejos de continuar la rica tradición en la que se cuenta a Salvador Novo, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y Alma Guillermoprieto, se queda un poco corto, y de los tres libros aquí premiados su libro, El paralelo etíope, me resulta el peor sorteado.
Se trata de una crónica de viaje inteligentemente compuesta: Olavarría se remonta a su curiosidad infantil, recuerdos y casualidades que lo unieron a Etiopía para llevar a cabo un viaje a este extravagante país. El paralelo está llenos de memorias, reflexiones, críticas sociales agudas y sobre todo datos históricos sumamente interesantes que hacen amenas sus páginas. Desde el principio, el autor nos deja en claro que él no es un turista sino un viajero: no practica el viaje del placer, no acostumbra a hospedarse en resorts, no monta elefantes, no lee guías de viaje ni mucho menos se toma selfies en la playa. Prefiere perderse, andar sin rumbo, conocer a la gente y evadir, a toda costa, ser confundido con un turista con cámara en mano. Olavarría dedica varios párrafos a lo largo del libro para criticar el turismo, esa especie de colonización posmoderna que se apodera del planeta con sus divisas: reduce a las personas, su cultura y sus aldeas, a meras postales y concibe el mundo como un “enorme e inocuo museo; uno con tiendas de regalos por todas partes, pues en algún lugar hay que comprar souvenirs”. En suma, “el turismo aprovecha la desigualdad del mundo para pasarla bien”.
Con toda esta bien articulada perspectiva, yo esperaba que El paralelo etíope ofreciera una visión perspicaz, descolonizada y ajena a los comerciales de televisión de organizaciones que promueven la caridad y de los documentales de National Geographic o Animal Planet. Tenía la esperanza de que el autor retratara sujetos activos que hablan, que se presentan por sí mismos con sus historias y biografías. Esperaba que el autor me relatara la crónica suculenta (sin exageración hollywoodense) de una aventura por los paisajes y cultura de uno de los países más singulares y pobres en el planeta. Pero no: Olavarría termina haciendo todo lo contrario de lo que promete y, más aun, reproduce lo mismo que critica, no sin disculparse, claro, por las condiciones y obstáculos que se le presentan para viajar de la manera que él considera ideal. Vemos a un viajero que es forzado a hospedarse en un de los hoteles más concurridos por mochileros extranjeros, a descansar en un hotel Hilton o Sheraton (“esta no es la clase de viajero a la que pertenezco”) y a contratar guías turísticos que lo conducen a las aldeas de los aborígenes. Olavarría termina siendo todo lo que repudia y, a regañadientes, recorre Etiopía en “prendas deportivas, brillantes y sedosas, diseñadas en laboratorios” y con “tenis ergonómicos” que contrastan con “los pies descalzos, petrificados por los callos y la tierra”.
Hasta cierto punto, se entiende que el ambiente político y natural determinen la seguridad del viaje, pero la mayor debilidad de El paralelo Etíope es que no da una visión diferente de lo que estamos acostumbrados a ver en los medios de comunicación. Vemos “calles y plazoletas llenas de niñas prostitutas, de mendigos agonizantes, de niños con las bocas pegadas a trapos de resistol”, “humanos minando basureros en busca de envases para fabricar vajillas”, calles pútridas, moscas apocalípticas, lugares desvencijados por la miseria, etc. La forma en que representa a los nativos resulta, además de cliché, un tanto denigrante: Nati, un pequeño niño que se hace amigo del narrador, es como “un animal salvaje” que debe “arrancar un trozo lo más grande posible de la presa” (es decir robar cuanto pueda); la madre de Nati “tiene aspecto cadavérico”; los arrieros de mulas son “hombres zarrapastrosos de montaña”; un guerrero de la tribu bana deja en claro que “esto no es un safari, y él no es parte de ningún paisaje” (vaya, y qué bueno que lo aclara); ser mursi, dice Pepe, el primo que acompaña a Olavarría en el viaje, es lo siguiente: “No mames, las pulgas te están dejando como mursi”; lo niños como bestiecillas corren “desnudos y polvorientos”, y un estafador tiene “cara de avestruz” al que por lo demás quiere partirle la madre. Las personas, en suma, terminan siendo otra especie animal en la fauna desolada de Etiopía.
No dudo de la veracidad de estas imágenes, pero sí de la cosificación que sufren los etíopes al presentarse como sujetos pasivos en la pluma del cronista, quien en lugar de aprovechar las pocas oportunidades para dialogar y hacernos conocer a los etíopes, prefiere ignorarlos y recurrir al dato histórico o bibliográfico o, en el peor de los casos, contar la conversación que tiene con turistas. Así conocemos a un rastafarí de Nueva York, pero nos quedamos con curiosidad por saber la historia de dos jóvenes etíopes que enganchan al autor para llevarlo a un antro y después intentar robarlo. En lugar de contarnos la historia del Scout (lo llama así porque ni siquiera sabe su nombre a pesar de que pasa mucho tiempo en su compañía) que lo guía a las montañas y cascadas, presenciamos un par de escenas jocosas con unos españoles que van en la comitiva turística. Así, en un acto de escapismo, tal vez convencido que fue incapaz de sostener sus ideales mochileros, Olavarría decide escapar de la miseria de Etiopía dirigiéndose a las montañas, donde, ¿oh sorpresa?, desgraciadamente encuentra una panorama menos esperanzador.
Al final, me quedé con la sensación de no haber leído nada diferente a un documental de TV de paga y con el hastío que describe uno de los españoles chuscos, llamado Manolo, en la última página: “Bueno, ya lo han visto y hasta le han tomado foto, ¿nos regresamos ya, puta madre?” ¡Venga!