La política del miedo

Take pictures of what you fear —Diane Arbus

A partir del 2008, dejé de soñar con muertos y comencé a verlos con los ojos abiertos. En fotografías torpes, anónimas, improvisadas, se presentaban ante mí a la hora del almuerzo, en la barbería, en las sala de espera del banco. La muerte cerró sus tumbas y dejó flotar sus muertos. Fue el comienzo de la guerra. La guerra del narcotráfico que llegó para no irse. Su legado: uno de los archivos más escalofriantes de la inmundicia humana. Su museo: el internet. Cuerpos mutilados, muñones, carne atropellada, tasajeada, esculcada con cuchillos, agujereada con balas, brotaban en las calles de las ciudades. Nada nuevo, dirán algunos: la crueldad humana es, desesperanzadoramente, universal y atemporal. Pero hay algo que me llama la atención de esas imágenes que pululan en los diarios y las pantallas de computadora, y es su intención: no son muertos producidos por la simple ambición de matar al enemigo, al traidor o al “soplón”, sino el hecho de hacerlo frente a una cámara, mas tampoco se trata de registrar el hecho para luego resguardarlo como un secreto perverso. Es otra cosa: el hecho de hacerlo frente a una cámara para hacerlo público. Para que la gente no tuviera duda. Para hacer saber algo a los demás, transmitir un mensaje, una amenaza, un miedo. Dejar en claro.

Ante estas imágenes de convivencia diaria, en la que nuestros miedos se ven presentados en acciones extremistas, ¿qué papel tiene el arte, o cualquier otra forma de expresión, para representar el miedo? ¿Cómo imaginar nuevos miedos? ¿Qué realmente asusta a nuestra civilización ya anestesiada del espanto?

Las palabras de la filósofa francesa Jacqueline Lichtenstein, citada por Paul Virilio en uno de sus iconoclastas ensayos sobre el fracaso del arte contemporáneo, más que ofrecer una solución al problema, nos ponen en una encrucijada:

Cuando visité el museo de Auschwitz, me paré frente a las vitrinas de fotografías y lo que vi, en realidad, fueron obras de arte contemporáneo; quedé totalmente horrorizada. Ver la exposición de maletas, objetos ortopédicos y juguetes de niños no me dio miedo. No me desmayé. No me estremecí de la misma forma que cuando caminé en los campos de concentración. No: en el museo tuve la impresión de estar en un museo de arte contemporáneo. En el tren de regreso a casa me dije a mí misma que ellos habían ganado. Ganaron desde el momento en que fundaron una forma de percepción que perpetúa la destrucción que ellos crearon.

El miedo se ha convertido en una estética que, en lugar de trascender aquello que representa, lo perpetúa y lo incorpora en su técnica. Nuestro arte, nuestros medios de comunicación, son presentativos, no representativos, dice Virilio: reproducen los mismos códigos de crueldad y por tanto nos anestesian el miedo. No hay alternativas imaginarias y el miedo, por esta razón, se ha convertido en una política que el Estado debe administrar a veces en dosis extremas, otras como un placebo y muchas más como espectáculo. Vivimos en la constante emergencia del apocalipsis, con un pie en tierra y otro en el abismo, seducidos por el ojo negro que nos observa: nos tomamos selfies desde su orilla.

Despedimos el siglo con dos miedos globales: la guerra atómica y la epidemia del sida. Poco a poco, conforme las ideologías opuestas se conciliaban y la ciencia encontraba nuevas curas, esos miedos se fueron mitigando. Pero surgieron otros: iniciamos el siglo con lo que Virilio llamó la “bomba ecológica”, la amenaza de un derrumbe natural que llevará al planeta y a todos sus habitantes, animales y humanos, a la extinción total; la crisis del capitalismo que provocaría la debacle de todo el sistema financiero mundial y dejaría a millones de personas en la miseria; la amenaza que se actualiza constantemente en las redes sociales: un ataque terrorista, una balacera, un terremoto, una epidemia que nos convertirá en zombies, una rebelión robótica, la aparición o desaparición de los cuerpos, pueden ser transmitidos inesperadamente en nuestra timeline. Vivimos en la constante adrenalina del riesgo.

Sin embargo, esto no es tan nuevo, como piensa Virilio. Todas las civilizaciones orbitan alrededor de un miedo que algunas veces se presentaba como dioses, demonios o como bárbaros. El miedo era un otro, un incognoscible, un misterio incomprensible. Pero ninguna civilización como la nuestra, seducida por sus propios horrores, ha sido tan incapaz de imaginar refugios futuros para salvarnos de nosotros mismos. Por primera vez en la historia el ser humano se reconoce como la semilla del mal; ya no culpa a los caprichosos dioses, muchos menos a los “bárbaros” que amenazan sus fronteras, sino que nos asumimos como la principal causa de la paranoia planetaria y, como menciona Lichtenstein, hemos adoptado la forma de percepción de los regímenes del terror. Ningún otro ser en el planeta es tan cruel como el ser humano; por tanto, hemos decidido hacernos autorretratos como escarmiento.

Fue Kafka, un temeroso de los insectos y roedores, quien dijo que “el miedo es mi substancia, y probablemente lo mejor de mí”. La mejor parte de nosotros mismos eran nuestras fobias; ahí, en su nido lóbrego, se cocinaban las mejores historias y mitos, pero cuando éstos pasan de la imaginación a la mediación tecnológica, de la fantasía a la política, una parte oculta de nosotros mismos queda desnuda ante la auscultación del Estado y las grandes comparaciones de la información. El miedo se convierte entonces en una alarma naranja o roja que puede encenderse en cualquier momento, como si se abriera el telón de una simulación del apocalipsis.

Los griegos diferenciaban entre el miedo (phobos) y pánico (ekplexis), el primero relacionado con la aproximación de un ser divino que provoca la huida, la urgencia de huir en el rechazo de algo, y el segundo era usado para hablar del miedo colectivo, por ejemplo el pánico que se crea con una guerra o un incendio. Aristóteles habló del pánico también para referirse a la sensación que el público experimenta en el teatro cuando se identifica con el horror que el héroe siente al enterarse de una revelación: es algo espectacular. En cierta medida hemos pasado de la fobia al pánico, de sujetos a espectadores de nuestros propios horrores: el miedo se ha convertido en nuestra peor parte.

No se trata de enterrar los muertos anónimos, mucho menos de negar la realidad, sino de encontrar en nuestras fobias una forma de afrontar la vida. Ser libres incluso dentro del horror.


Publicado originalmente en EXIT, no. 61 (2016), pp. 16-24.

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