El idioma de la infancia

Querido Fabio,

le saluda feliz­mente un lec­tor anón­imo; feliz­mente porque así me dejó la lec­tura de su último libro, El idioma materno. Hasta cierto punto, se trata de un libro entu­si­asta pero no por esto super­fi­cial. Deja una huella fresca porque los frag­men­tos que lo com­po­nen más que ensayos son aforis­mos nar­ra­tivos que plan­tan la semi­lla de la reflex­ión o, como reza el dicho común, deja a uno pen­sando, un parén­te­sis en que se flota por un instante hasta dejarnos caer en otra página que luego nos vuelve a ele­var. Es una lec­tura rít­mica y apaci­ble, un diario de ideas donde explora algunos de sus temas preferi­dos, sobre todo aque­l­los que tienen que ver con el ejer­ci­cio de la escrit­ura. Pero no ofrece una expli­cación de ellos, sino una experiencia.

Las lec­turas que ha pro­ducido El idioma materno me parece que han sido descrip­ti­vas, ninguna se ha sumergido real­mente en la pro­fun­di­dad (dis­culpe el uso de esta pal­abra tan super­fi­cial) que usted intentó ras­gar con su escrit­ura. La más obvia: Fabio Morábito nació en Ale­jan­dría, pero su familia es de ori­gen ital­iano y su segunda lengua es el español, por tanto ahí está el “secreto” de El idioma materno. Así sus ensayos, según esta lóg­ica, tienen que ver con los prob­le­mas que el escritor, extran­jero en la lengua que escribe, en este caso el español, enfrenta: la tra­duc­ción, el acento, la infan­cia, Beck­ett, Nabokov, etc. En efecto, mucho hay de esto en El idioma materno, pero creo que hay algo más elab­o­rado en su poética que me gus­taría expon­erle a continuación.

La crítica de hoy, tal vez esté de acuerdo, es suma­mente descrip­tiva porque está atra­pada en las for­mas insti­tu­cional­izadas de las pub­li­ca­ciones; debe cumplir con una están­dar que la reduce a la mera exposi­ción: me gustó, no me gustó y por qué. Es una crítica temática que se con­forma con describir, no con hur­gar ni dialogar con el autor, mucho menos con la obra. Adorno decía que la obra lit­er­aria es un objeto cognoscente, es decir un objeto pro­ducto de un conocimiento que a su vez gen­era conocimiento. El crítico, por tanto, no evalúa ni juzga la obra, sino que dialoga con ella porque son dos suje­tos cognoscentes que debaten, luchan y se con­frontan. De la misma forma que el escritor riñe con la escrit­ura, el crítico lo hace con lo ya escrito. El escritor se ator­menta por cómo crear a par­tir del vacío, el crítico por cómo crear a par­tir de lo ya dado, de lo que no nece­sita com­ple­tarse. Por esa razón, so pena de añadir lo innece­sario, me atrevo a pre­sen­tarle una comparación.

Me parece que El idioma materno tiene ori­gen o hace eco en el libro de un paisano suyo que, podría apos­tar, leyó en algún momento pre­vio a la escrit­ura. Me refiero a Infan­cia e his­to­ria de Gior­gio Agam­ben. Ahí Agam­ben se pre­ocupa, desde una per­spec­tiva filosó­fica, de las mis­mas cosas que usted: la infan­cia, la lengua materna, la tra­duc­ción de la expe­ri­en­cia, la escrit­ura y la lec­tura. En la página 61 usted escribe: “Según los lingüis­tas, en los bal­buceos ante­ri­ores al apren­dizaje del idioma materno el niño es capaz de pro­ferir los sonidos de todas las lenguas, suprema capaci­dad que pierde tan pronto como empieza a hablar”. Agam­ben por otro lado dice: “Infan­cia y lenguaje pare­cen así remi­tirse a mutu­a­mente a un cír­culo donde la infan­cia es el ori­gen del lenguaje y el lenguaje, el ori­gen de la infan­cia”. El idioma materno es el lenguaje de la infan­cia, un lenguaje que se con­struye con los ves­ti­gios y fósiles de un pasado que se ve a través de una rendija o, como dice usted, de la cer­radura de una puerta. Vemos la isla, mas no el con­ti­nente; vemos el jardín, no el bosque.

La infan­cia no es una expe­ri­en­cia que se olvida o se borra con el lenguaje, sino que per­vive y coex­iste en él, y eso es lo Agam­ben llama la his­to­ria: nues­tra biografía es la crónica de una pér­dida que inten­ta­mos recu­perar a través del lenguaje, nar­rarla a través de eso mismo que nos expulsó de la infan­cia, de esa lengua inefa­ble en la que coin­cidíamos con el mundo. En la misma página usted com­pleta la idea: “La poesía, con su rup­tura de la uni­formi­dad semán­tica y fonética, es la mayor ten­ta­tiva de revivir esa lib­er­tad artic­u­la­to­ria, ese paraíso del que fuimos expul­sa­dos por el idioma que hablamos”. El escritor, aunque escriba en su propia lengua, no escribe en una lengua común, sino que se inventa un lenguaje pri­vado, sin­gu­lar y difer­en­ci­ado de la comu­nidad. Los escritores son los vam­piros de la lengua. No me refiero a ese con­cepto tan empolvado lla­mado estilo; hablo de la iden­ti­dad no en el sen­tido del indi­viduo, sino de lo que Deleuze nom­bra un “dividuo”: un ser escindido de los dis­cur­sos sociales que lo definen y deter­mi­nan, entre ellos el lenguaje. Usted lo resume en una sola frase: “Pasar de una lengua a otra exige la mutación del ser”.

Por eso uno de los con­stantes temas de El idioma materno es la infan­cia y la poesía, el recuerdo y el intento por com­pren­der cierto peri­odo de la vida en que pen­samos se encuen­tra el ori­gen de algo; en el caso suyo, el de su des­cubrim­iento de la escrit­ura. Los títu­los de los ensayos hacen ref­er­en­cia a eso que la crítica descrip­tiva se limita a decir, no a inter­pre­tar: la tra­duc­ción de la expe­ri­en­cia infan­til y su relación con la lit­er­atura, los nom­bres, las car­tas, los dic­ta­dos, el writer’s block, la soledad lingüís­tica, los dic­cionar­ios, el oído y el acento, todos ele­men­tos con los que el escritor o el poeta se con­fronta cada que se pone frente a la página en blanco.

Por último, El idioma materno no sólo se limita al caso del escritor en par­tic­u­lar. Pro­pone una vuelta a la infan­cia a par­tir de la con­struc­ción de un relato lingüís­tico; una asev­eración hasta cierto punto común, pero en un mundo dom­i­nado por la mirada, donde la biografía se reg­is­tra a través de las cámaras, de las redes sociales y de la sobre-exposición en foros vir­tuales, las per­sonas poco a poco se van quedando mudas ante su propia biografía. No la nar­ran, ya no hay un relato, sólo un doc­u­mento y una serie de imá­genes que en lugar de ofre­cer un recuerdo vívido, enmude­cen frente a la cámara: prefe­r­i­mos, dice Agam­ben, que la cámara cap­ture la expe­ri­en­cia de la vida en lugar de nosotros mis­mos. Las no pocas alu­siones a la extin­ción del lenguaje y de la tra­duc­ción, la reduc­ción del mundo a unas pocas lenguas fran­cas (com­er­ciales) no son meras reflex­iones intem­pes­ti­vas en su libro. Si la poesía es la única posi­ble ruina de la infan­cia, el lenguaje de hoy, atra­pado en el cap­i­tal de la mar­cas, de la ima­gen y el mer­cado, es una mera ceniza no sólo de nue­stro pasado, tam­bién del presente.

Usted es un escritor que escribe a par­tir de una sospecha plena del lenguaje, no de una certeza, y ese es su ver­dadero descubrimiento.

Si acaso me equiv­oco o exagero, por favor, hágamelo saber.

Lo saluda y lo sigue leyendo,

F.

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