Willivaldo Delgadillo, el escritor del Barrio Árabe

La primera vez que vi a Willivaldo Delgadillo fue en las páginas del Diario de Ciudad Juárez, donde aparecía una fotografía de él marchando al lado de el Subcomandante Marcos; es decir, lo conocí primero como activista social, luego lo descubrí como escritor. Sin embargo, Willi (como le decimos de cariño) siempre me parece un tipo escurridizo: un día lo veo en las planas de los periódicos como La Jornada, otro día en las calles de Ciudad Juárez o El Paso, Texas, o Los Ángeles, ciudad donde nació y ahora vive porque estudia su doctorado en la UCLA.

Su obra tampoco la conocí como normalmente se descubre a un autor, comprando sus libros y leyéndolos desde la perspectiva del placer y la curiosidad. Lo leí primero como editor. Trabajábamos en un proyecto editorial indie que nunca alcanzó a cuajar, pero que nos acercó como amigos y colegas. En ese entonces, íbamos a publicar su segunda novela, La muerte de la tatuadora, la cual, según me enteré por algunos murmullos de otros escritores y lectores, era la tan esperada segunda entrega que inició con su novela corta La virgen del Barrio Árabe (1997).

La obra de Delgadillo es difícil de clasificar porque no se encajona dentro de lo que se puede esperar de un escritor fronterizo; no se trata de realismo, sino de una reinvención del espacio a partir del mito. Lo que La muerte de la tatuadora (2013) y La virgen del Barrio Árabe hacen es precisamente tratar de fundar un espacio mítico que no es ni fantasía ni ciencia ficción, sino una mezcla de ambos que podría contenerse en el nombre de una ciudad: Juárez. Los personajes de Willivaldo son aristócratas del submundo: sacerdotes tatuados, veteranos de guerras ancestrales, cuerpos mutilados, escritores de leyendas imposibles y un etcétera condensado en apenas dos libros breves. Su lenguaje es pausado y sugerente, no el de un narrador, sino el de un rezador. Nos cuenta la historia de una ciudad perdida, imposible de asir, una franja de templos, calles oscuras, cantinas míticas y parques desolados. Si me aventurara a comparar la obra de Willivaldo Delgadillo con otro escritor sería con el Italo Calvino de Las ciudades invisibles.

El año pasado, Delgadillo reeditó su obra de manera independiente y con este motivo me di a la tarea de platicar con él sobre algunos aspectos que han marcado su vida y su escritura. Pasen a conocerlo.

“el tatuaje es una forma erotismo, pero también un vehículo para la memoria y una estrategia de duelo”

Willivaldo Delgadillo, ¿escritor, académico o activista social? 

Escritor por vocación y activista social por necesidad. Escribir es una actividad interdisciplinaria que involucra la investigación. Como narrador me interesa la escritura más que la institución de la literatura. A través de la escritura es posible realizar migraciones entre disciplinas y entre maneras de pensar que no necesariamente están inscritas dentro de los discursos legitimados por las instituciones académicas.

En los 90s participé en la creación de un centro de estudios sobre la ciudad en colaboración con amigos artistas, arquitectos y sociólogos. Era un proyecto muy interesante. Acondicionamos un estudio en una casa de dos plantas y llevamos a cabo varios proyectos: exposiciones, construcción de maquetas, y dos de nosotros publicamos una investigación muy suis generis sobre la llegada del cine mudo a la frontera. Fue un proyecto independiente y logramos sostenerlo durante tres años. Un verdadero milagro. Posteriormente participé en el diseño de la escuela de artes visuales de la universidad de Juárez. Y luego escribí el guión de un cortometraje e hice un par de guiones museográficos. En los noventas había sido periodista. La escritura me ha permitido esas migraciones.

El activismo es una consecuencia de todas estas actividades y una necesidad. Tal vez haya escrito o participado en la redacción de más volantes, documentos y manifiestos que de obras de ficción. De todos ellos, quizá el único memorable haya sido el Pacto por la Cultura en Juárez que dio origen a un movimiento que dejó alguna huella en el imaginario político y cultural del Juárez acechado militarmente por los fachos panistas encabezados por Calderón. Actualmente participo en el Grupo de Articulación Justicia en Juárez que es un esfuerzo por pensar la ciudad desde la resistencia a la militarización y sus múltiples secuelas. Como puedes ver, hay una conexión entre mi participación en aquel proyecto interdisciplinario de los años 90 y este grupo de articulación. Ambos fueron concebidos como espacios para pensar la ciudad, sólo que ahora las cosas han cambiado drásticamente.

Entre tu primer libro y este último hay un hueco de seis años. ¿Por qué te tomaste tanto tiempo en publicar la segunda entrega de la saga del Barrio Árabe?

No lo veo como un hueco, sino como un periodo de experimentación con varias formas de escritura.  El número de años entre un libro y otro en realidad es mayor. La primera edición de La virgen del Barrió Árabe es de 1997. Durante ese tiempo estuve trabajando en varios manuscritos de manera simultánea. La muerte de la tatuadora es uno de ellos. El libro estaba listo desde 2008, pero pude publicarlo hasta 2013. Los otros tres libros los publicaré uno por año a partir de este verano. El primero se llama Garabato. Estos libros corresponden a esa fase de laboratorio de escritura en el que estuve acercándome a una serie de temas que por el momento me reservo.

La virgen del Barrio Árabe en su primera edición fue publicada por una editorial de mucha distribución, pero ahora La muerte de la tatuadora decidiste publicarla independientemente. ¿Por qué, qué ventajas viste?

En el fondo está el tema de cómo formar comunidades de lectores. Terminé de escribir esa novela en 1995 y la entregué a la editorial ese mismo año. La publicaron dos años más tarde y la distribución fue muy buena. Se imprimieron tres mil ejemplares que bajo los estándares mexicanos es un excelente tiraje. Estaba por todos lados, incluso en algunas librerías lo colocaron junto a un libro del Papa; quizá los libreros pensaron que se trataba de un libro religioso. El libro se conseguía en todos lados menos en Juárez, y posteriormente en ningún lado porque había firmado un contrato por cinco años con Plaza & Janés. Cuando cambiaron de editor literario, el libro dejó de circular y yo no podía moverlo de ahí. Sin embargo, el libro fué de mano en mano y encontró sus lectores.

Unos años más tarde mi amigo Gustavo Gómez fundó Relámpagos en el pantano, una pequeña editorial independiente e hizo una segunda edición de 500 ejemplares que circularon casi exclusivamente en Juárez, lo cual me puso muy contento. Aprendí que publicar en una editorial establecida y de renombre te da cinco minutos de fama y un cierto capital cultural porque la gente se apantalla, pero no te pone en contacto con una comunidad de lectores, como quizá fue el caso en la época en que Plaza & Janés y otras editoriales catalanas todavía no habían sido adquiridas por los grandes consorcios transnacionales.

Me parece que es más coherente y orgánico apostar por pequeñas comunidades de lectores, por formas de distribución hormiga, azarosas y deficientes, pero al mismo tiempo más genuinas. Editar independientemente abre esa posibilidad porque, aunque no se tiene una gran distribución, posibilita el acceso a lectores muy particulares, los que están en las esferas cercanas al contexto cultural del autor. Por otra parte, los libros que escribo son de interés restringido. No son para todo el mundo. La mayoría de los lectores, incluso los especializados, están más bien interesados en el realismo neoliberal (neolibe-realismo) que promueven los consorcios editoriales transnacionales. Por el momento, aspiro a tener cien lectores.

¿Qué entiendes por estética neoliberal?

Bueno, hablé de neoliberealismo. Estaríamos hablando de un tipo de narrativa empeñada en promover el libre mercado y la propiedad privada como la normalidad. Tal vez estaríamos hablando de una estética que, a diferencia del realismo socialista que promovía el valor de lo político y lo proletario como dogma, tiene un compromiso o una fuerte identificación con los dogmas del libre mercado. Se trata de una literatura que se regodea de manera obscena en los estilos de vida producidos por las formas de globalización neoliberal. Con esto no estoy proponiendo un regreso al realismo socialista ni mucho menos. Además, es necesario recordar que la estética que realmente fue contemporánea a la Revolución Rusa fueron las vanguardias y no el realismo socialista. En fin, lo único que quiero señalar es que hay una gran producción narrativa que obedece a los dictados de la Mano Invisible del Mercado.

El mundo que describes en tu obra es alegórico en cierto sentido, tratas la realidad de la frontera oblicuamente con la creación de un mundo aparte que es el Barrio Árabe. Parece que has decidido separar tus prácticas políticas de tu creación, ¿me equivoco?

Mis prácticas políticas personales son distintas al ejercicio político que hay en las novelas. Como ya te habrás dado cuenta, no simpatizo demasiado con la literatura realista y mucho menos con el realismo socialista. Pero hay correspondencias inevitables, como por ejemplo, mi interés por la ciudad, por la arquitectura, por la violencia y la misoginia. El otro día tuve una conversación muy interesante con Teresa Margolles y en ella me habló de Eyal Weizal y su concepto de arquitectura forense. De inmediato busqué sus textos y me puse a leerlos. Descubrí que justamente mi interés en narrar las realidades urbanas y los entramados inmobiliarios y las funciones narrativas de la arquitectura tiene afinidades con el trabajo de Weizal y, por ende, con el de la misma Margolles.

Ahora cobra sentido el hecho de que durante muchos años haya tenido una mayor interlocución con artistas visuales y arquitectos que con otros escritores. Cuando empecé a escribir sobre la frontera entre el Barrio Árabe y Alturas Poniente no estaba pensando de manera programática en crear un mundo paralelo con correspondencias concretas a ninguna frontera. En ese tiempo, principios de los años noventa, las fronteras del mundo se estaban redibujando. No hacía mucho se había colapsado el bloque soviético y había guerras genocidas en los Balcanes y en Ruanda, para no hablar de la siempre presente cuestión palestina.

Por otra parte, yo había crecido en las fronteras de la Guerra Fría, el muro de Berlín, etc. La frontera de México y Estados Unidos era también parte de esa otra frontera. Fuí parte de una generación que creció amenazada por la posibilidad de una guerra nuclear. Cuando cayó la cortina de hierro que habían levantado en contubernio la Unión Soviética y los Estados Unidos, pudimos ver que el mundo vivía en una guerra permanente. Pudimos constatar con mayor detalle los abusos y los estropicios del estalinismo y también pudimos poner mayor atención a las consecuencias del capitalismo depredador. Los personajes de La virgen del Barrio Árabe y los de  La muerte de la tatuadora también viven acosados por una guerra permanente donde los espacios públicos, la memoria y la vida íntima están en constante disputa. Sí, en definitiva la problematización política es un elemento transversal de estos libros, pero creo que hay en ellos muchas cosas más.

Es un poco difícil definir el mundo que has inventado, me gustaría saber qué tenías en mente al momento de inventarlo: ¿literatura fantástica, ciencia ficción, mundo paralelo?

El gran disparador de esa novela fue una historia contada por Ángel Trova una noche mientras estábamos llevando a cabo un Okupa en un centro cultural en 1990. Esa noche éramos unos cuantos haciendo guardia y escuchamos a Trova durante dos o tres horas contar una historia que giraba alrededor de la imagen de una mujer, cuya figura se recortaba en la ventana de un segundo piso. La mujer era muy joven y bella, como una virgen, nos dijo, y además estaba embarazada. Estaba siendo maltratada por un hombre corpulento. Trova contó que él y un amigo con el que caminaba por la acera habían subido a rescatarla. Mencionó también que por esa época cantaba en un lugar que se llamaba The Nomad Traveler’s Club.

Olvidé el resto de la historia, con todos sus retruécanos, pero retuve aquellas imágenes y el aliento de la conversación. A partir de entonces me di cuenta que algunos de mis contemporáneos y yo pertenecíamos a una ciudad imposible. Cuando me puse a escribir quería construir un espacio que pudiera ser habitado por cierto tipo de personajes transicionales, en el cual pudieran desarrollarse de manera verosímil algunas historias, tal como lo había hecho Trova cuando contó esa historia que solamente podía haber resultado creíble aquella noche, en aquel lugar y con aquellos interlocutores igualmente inverosímiles. Esto implicaba de alguna forma inventar una época con todo y antecedentes históricos y posibles desenlaces. Implicaba también construir una voz narrativa omnisciente que dominara un tiempo pasado y un futuro, pero que no lo revelara al lector, solo se lo hiciera sentir.

Todo esto, más que un programa de escritura fue una intuición que gradualmente fui desarrollando. Tomé elementos de diversas fuentes. Como sucede siempre, en algunos casos lo hice de manera consciente y en otros de manera inconsciente. En esa época, como consta en los epígrafes de La virgen …, estaba muy interesado en Las ciudades invisibles y en Las seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino. También me había acercado a Cyborgs and Women: The Reinvention of Nature de Donna Haraway. Esta autora propone que en el cambio de milenio todos somos cyborgs, es decir, quimeras, organismos míticos, productos de una cruza con las máquinas. Me seducía crear personajes en esa perspectiva y la idea de la escritura como material para la producción de virtualidad. Tenía en mente un cierto paisaje sonoro y los procedimientos de Brian Eno y Philip Glass, Robert Fripp, y la idea del montaje de maquinarias para la producción de música y escritura. No sé, era un mundo descrito con cierto grado de minuciosidad y al mismo tiempo inestable, incoherente, abierto, errático, confuso, ambiguo. Y lo mismo sucedía con personajes como Windesfalt o Asintrop y E.C., y en este nuevo libro con Ruanna Gaela y el Capellán Tatuado y Misraelí. Son personajes fantasmales, inacabados, inciertos, por momentos holográmicos. El mismo Ángel Trova aparece en las páginas de esa novela entonando canciones de una Revolución Antigua, mientras desde sus mesas un grupo de mercenarios se divierten lanzando dardos con cerbatanas que van y se incrustan los diapasones de su guitarra. Quizá en el fondo la creación del Barrio Árabe no sea otra cosa que el afán por mantener vivo el aliento de una conversación irrepetible.

 “los escritores piensan que la escritura no debe contaminarse de impulsos ajenos; sus padres literarios les dijeron que no hablaran con extraños”

¿Qué hay de los tatuajes en las dos novelas, Willi? Son una constante en la vida de los personajes y parece que, de todos los rituales sagrados que hemos perdido en la civilización posmoderna, los tatuajes son rescoldo de ese mundo mágico y mítico del pasado porque las personas les siguen dando mucha importancia. ¿Tienes tatuajes?, disculpa la trivialidad de la pregunta, pero me interesó mucho ese aspecto.

Me interesan los tatuajes como la expresión de una estética personal y al mismo tiempo colectiva. Mediante los tatuajes codificamos secretos en la piel, creencias, complicidades. Por otra parte, están asociados al dolor, tanto en sentido físico como psíquico. En esa medida el tatuaje es una forma erotismo, pero también un vehículo para la memoria y una estrategia de duelo. Los cuerpos tatuados encarnan una paradoja porque pretenden guardar lo sagrado o lo permanente en un soporte pasajero y condenado a la desaparición. Y, siento decepcionarte, pero por el momento no puedo mostrarte mis tatuajes.

¿Planeas seguir escribiendo sobre el Barrio Árabe o han cambiado tus intereses creativos?

Como te comentaba al principio, este año publicaré Garabato, cuya trama no se desarrolla en el Barrio Árabe. El año que entra espero publicar El maravilloso mundo de Barreto.  Por el momento no me gustaría abundar sobre esos proyectos. En unos cinco años regresaré al Barrio Árabe.

¿Cómo ves la relación de la literatura (los escritores) con la realidad política en México ahora que se viven tiempos de crisis sociales?

No me gustaría generalizar, pero tengo la impresión de que en su gran mayoría los escritores mexicanos piensan que no tienen algún papel que jugar en la arena política o social. Se sienten ajenos; en algunos casos se trata de actitudes comodinas, pero en otros es pura y llana despolitización y un síntoma de la baja autoestima que vive la ciudadanía en general. Después de todo, somos el producto de cuarenta años de neoliberalismo. Durante ese tiempo todas las nociones de colectividad han sido socavadas y satanizadas. Los escritores sienten que no tienen nada que aportar. Están convencidos de que la escritura está peleada con el pensamiento político. Me inquieta percibir que muchos escritores se formaron con una suerte de ideología mordaza. Se guían por un pensamiento mágico que dicta que los terrenos de la escritura literaria no deben contaminarse de impulsos ajenos. Sus padres literarios les dijeron que no hablaran con extraños. Y, en algunos casos, quizá sea mejor así, porque he tenido conversaciones con escritores que no participan en política, pero que de hacerlo enarbolarían posiciones bastante retrógradas. No me refiero a los oportunistas o a los intelectuales cooptados, a esos todo el mundo los tiene bien identificados y ya no engatusan a nadie. No, me refiero a escritores que han sido ideológicamente reclutados a posiciones como la pena de muerte, la tortura, la desaparición forzada. El panorama ha sido lamentable en los últimos años. Los intelectuales han ido perdiendo espacios y los políticos profesionales de todo signo los rechazan cuando no trabajan de manera orgánica a sus intereses.

Basta recordar la virulencia con la que fundamentalistas de izquierda y de derecha trataron a Javier Sicilia. En una ocasión escuché a un académico de cierto lustre que ahora vive en Estados Unidos decir que Sicilia es un estúpido. El comentario me sorprendió, no tanto por su falta de brillantez, sino por su violencia. Uno puede o no estar de acuerdo con Sicilia, pero su entrada en la escena política me parece una señal poderosa del papel que los escritores podemos jugar para por lo menos contener las barbaridades de la clase política mexicana, para fomentar espacios de diálogo horizontal y resistencia. Lo que el movimiento impulsado por Sicilia hizo para visibilizar y dignificar la voz de las víctimas es un aporte innegable que contribuyó a socavar aún más la legitimidad de la supuesta guerra contra las drogas.

En Juárez, donde la precarización de la vida ha llegado a ser extrema, las mujeres han puesto el ejemplo y también ha sido así en el campo de las letras y las artes visuales. Pienso en Arminé Arjona, Susana Chávez y en Dolores Dorantes y Olga Guerra, o en la misma Teresa Margolles. Y también pienso en todas las iniciativas de los colectivos culturales que han creado casas de la cultura y bibliotecas comunitarias. En los circolectivos y en las y los escritores que han salido a la calles a leerle a la gente en las plazas y en los autobuses. Todas esas iniciativas me parecen referentes valiosos de participación política desde la cultura. Al mismo tiempo, creo que es importante abandonar el lenguaje instalado por los empresarios y los políticos neoliberales. Hay que dejar de ser proactivos y generar un lenguaje diferente, culturalmente insurreccional. Es necesario desmantelar la mentalidad de guerra y todos sus accesorios lingüísticos. Tal vez los zapatistas tengan razón cuando dicen que este mundo ya se jodió y que es mejor utilizar nuestra energía en crear otros, así, en plural.

Es interesante que hables de la actividad política del escritor, porque es un conflicto que durante décadas, sobre todo desde la Guerra Fría, la Revolución Cubana y el boom latinoamericano, los escritores de habla hispana han confrontado. ¿Consideras que el escritor mexicano, y por descontado el latinoamericano, es encasillado por las lecturas políticas solamente, es decir que su obra adquiere relevancia en la medida que refleja los problemas sociales de su país o región? ¿Cómo, a partir de lo que has dicho previamente, atender esta dificultad?

Es un problema complejo que justamente he intentado abordar desde la ficción, y sólo en relación a Juárez y al México contemporáneo que es lo que me resulta más cercano. Tal vez en otra época un novelista o una poeta podía pasar por el vocero cultural y político de todo un país o de una región. Pero me temo que ya no es así. Es cierto que la crítica a veces es proclive a buscar el botón de muestra en los textos literarios, pero no siempre es el caso. Por otra parte, hay escritores a los que les encanta escribir sobre lo que está de moda y hasta forman grupos y se ponen nombres. Pero preferiría que retomáramos esta conversación después de que leyeras Garabato porque creo que algunas de mis reflexiones al respecto circulan en el interior de ese libro.

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